EL OLVIDADO
por Aníbal Ricci
El
instante avanza en dos direcciones donde el recuerdo se hace cargo del pasado y
el futuro esconde significados. El joven trabaja en la sección de comercio
exterior, en la planta baja de la sucursal de Las Condes. Los ejecutivos del
segundo piso visten ternos a la medida y se codean con los dueños de las
empresas del sector. En los almuerzos se muestran amables, un poco estirados,
pero conversan con la gente del piso de abajo acerca de la última película que
fueron a ver al cine. Por lo general, almuerzan con sus clientes en los
restoranes del barrio El Bosque.
Juan
hace bien su pega y se maneja en la gestión de importaciones y exportaciones,
obviamente en el manejo de divisas. Estudió en un liceo comercial del centro de
Santiago y empezó como cajero. Vive en casa de su madre y hace un año que sale
con una chica. El inglés del colegio era precario, por lo que ahorró dinero
desde que lo contrataron en el banco. Se pagó un curso en el Chileno
Norteamericano para manejarse algo con el idioma. Tomó unos talleres de
comercio exterior que dictaba el banco y consiguió un ascenso en una sucursal
de la periferia. Siguió especializándose y al poco tiempo lo asignaron a la
sucursal de Las Condes.
No
es un fanático del cine, pero suele acudir con su polola a los estrenos. Aporta
con las compras del departamento en el barrio Brasil. Un cuarto piso sin
ascensor que da a la plaza de los dinosaurios, justo al lado del restorán de
los chinos pobres. Hace dos años asistió a una comida del banco en el Rincón
Brasileiro, unas carnes a la espada ubicadas justo frente de un night club del
barrio alto. Juan era un joven tímido, pero esa noche bebió varias copas de
vino. Observó a una mujer en la barra, sentada sola y se puso a conversar. Ella
lo miró de arriba abajo, pero no se molestó. Lucía cansada, su belleza no
ocultaba las ojeras. Estaba triste y Juan no se atrevía a abrazarla. Demasiado
bella, le conversó del Titanic, de cuando la vio en el teatro Las Condes.
–Vienes
con ellos –observó disimuladamente a los ejecutivos del segundo piso.
–Claro,
somos compañeros de trabajo –mintió, sabía que su terno era corriente.
–¿Has
ido a Buenos Aires? –cambió abruptamente de tema.
–No
conozco Argentina –en realidad nunca se había subido a un avión.
–¿Me
invitas una caipiriña?
–Por
supuesto –tenía cupo en la tarjeta de crédito.
–Vengo
del bar de al frente –ella observó su reacción.
Juan
pensó que venía de una fiesta con amigas, feliz de que se atreviera a sentarse
sola en esa barra. Observó de soslayo bajo su abrigo un atuendo sexy, una
minifalda súper corta. Las medias caladas dejaban ver unas piernas atractivas y
los zapatos negros igual que el resto de su atuendo.
–¿Puedes
presentarme a uno de tus amigos? –lo enfrentó con una mirada seductora.
–¿No
quieres otra caipiriña? -era tan bella la chica, no tendría más de veinte años.
–No
me has entendido, trabajo en el Lucas Bar.
El
joven nunca había conversado con una mujer así, tan misteriosa y a la vez tan
directa.
–Te
dejo mi teléfono por si alguna vez vienes al bar.
–Ha
sido un placer –se sonroja– yo pago la cuenta.
En
el papel se lee Andrea y un número de teléfono. La observa salir por la puerta
del restorán, segura de sí misma. Los del banco lo habían estado observando, le
preguntaron por la chica, pero Juan cambió de tema e hizo salud por el
ejecutivo nuevo que pagaba el piso.
Diez
meses después acudió al Lucas Bar y la buscó. Nada a la vista y otra chica le
pidió un trago. Hasta que apareció Andrea bailando con otras chicas, algo muy
delicado y de buen gusto. Obviamente sin abrigo, bajo la transparencia lucía
una figura endemoniada. El espectáculo duró unos minutos y el local retornó al
bullicio inicial.
–¿Cómo
se llama esa morena que estaba en el escenario? –ya lo sabía de antemano.
–Una
es Paulina y la otra Andrea.
–¿Podría
decirle a Andrea que le invito un trago?
Ella
se sienta a su lado y Juan no pone atención a sus palabras. Le conversa de
cualquier tema y no lo ha reconocido. Nunca se atrevió a llamarla por celular,
esos antiguos que no eran inteligentes.
–¿Podemos
ir a otro lado por unas caipiriñas? Lo que tú quieras.
Lo
mira de arriba abajo y le dice que debe conversar con el mozo para sacar a una
chica. Ella se retira y el hombre le confidencia un valor altísimo. Para eso
están las tarjetas y cancela el importe. Andrea aparece con ropa de calle, no
requiere de rayos equis para saber lo que esconde.
–Podríamos
ir a bailar. ¿Qué lugar conoces?
Andrea
está sorprendida y le dice que deberá cancelarle otra cantidad de dinero. Paga
el taxi y tras un largo recorrido llegan a Las Brujas. En mitad de semana hay
pocos clientes, la verdad no le extraña, nunca vino antes a este lugar.
–¿Bailemos
este lento? –le dice ella.
Tocan
varias canciones de Phil Collins, Juan no conoce a ese cantante y abraza a
Andrea. Deliciosa, todo lo que sale de su boca le parece interesante. La
penumbra hace desaparecer a todos alrededor y Juan no recuerda muchas
películas.
–¿Te
gusta DiCaprio?
–No
tengo tiempo para ir al cine.
Juan
recuerda al actor seduciendo a esa mujer increíble fuera de su alcance. Antes
pasaron al cajero automático y gastó todo lo que tenía. La primera vez que la
vio él vestía un terno gastado, pero ahora iba con ropa casual, la ropa que los
ejecutivos del segundo piso usan los viernes. Andrea compartía departamento con
varias amigas, quedaba en Providencia y Juan la dejó en la puerta del edificio.
Le dijo al chofer que lo llevara a calle Brasil y en el camino recordaba las
palabras de Andrea luego de besarla en medio de la pista de baile.
La
canción de Phil Collins y al final Andrea respondiendo esa súplica. En la
oscuridad rodeo su cintura y le susurro al oído. Mi corazón está vacío y estar
contigo es contra viento y marea. Giramos en silencio sin nadie alrededor.
Respiro profundamente, esperando que brillen sus ojos. Una sola frase antes de
besar tus labios. No ha llegado el estribillo y mis manos entrelazan su cintura.
Hay tanto que necesito decirte, aunque quizás una palabra vuelva a alejarte.
Acaricio su cabello y huelo el perfume. Otra vez el estribillo, ojalá eternice
las palabras. Mírame ahora esperando que no acabe esta melodía. Notas de piano
anunciando el final, tomo su mano y vamos a sentarnos a la mesa donde esperan
los tragos. Andrea le contó que para el invierno viajaría a Estocolmo con una
compañera, durante el verano de allá para hacer unos euros y conocer otros
lugares.
Juan
invitó a una secretaria de otra sucursal. La conoció en un curso para administrativos.
Fueron a Las Brujas un día sábado y resultó que la discoteca poseía muchos más
ambientes. La chica era más tímida y sólo respondía lo que hablaba Juan. No era
fea, pero en su mente flotaba Andrea sacando pasajes para ir a Suecia. La chica
feliz con la invitación, a la tercera vez la besó y le pidió pololeo.
El
tiempo había quedado suspendido para Juan. Recordaba los primeros lentos de Las
Brujas, la sensualidad de Andrea, esa forma agresiva de invitarlo. Dueña de su
cuerpo, realmente bailaba como una diosa y en ese instante todo giraba
alrededor. Su cuerpo difuminado en la penumbra, unos tintes rojos en cámara
lenta, una verdadera película de Hollywood.
Ahora
tenía novia y la verdad no le importaba. Ahorraría durante meses para compartir
una noche con Andrea. Su vida era solamente la noche anterior y escuchar a la
chica de sus sueños. La forma de hablar, de conducirse, sabía perfectamente que
él era poco gato para esa mujer, pero no le importaba, ahorraría lo suficiente
para compartir ese cuento de hadas.
Otros diez meses y la llamó por
teléfono. Andrea no había cambiado su número, pero ella no lo reconoció. Le
preguntó por Estocolmo y de verdad no sabía quién estaba al otro lado de la
línea. Quedó de ir al Lucas Bar en la semana y ella le explicó que trabajaba en
el Emmanuelle. El jueves se dejó caer en el antiguo Portal de Vitacura. Juan se
había comprado un auto de segunda mano y los del segundo piso le recomendaron
un pub en calle San Pascual.
Ingresó al night club y Andrea lucía
despampanante. La invitó a varios tragos esperando de que lo recordara. Ella
ensayaba una rutina histriónica, diferente a cómo la recordaba. Salieron del
local y esta vez el importe fue más alto. Su auto era un compacto Corsa de
color rojo, muy común por esos años. Andrea acostumbraba autos de último
modelo, por lo que anticipó el acuerdo comercial. Fueron al pub ubicado frente
a la Scuola Italiana, un castillo con pórticos entre cada habitación y vitrales
por donde se colaba la luz.
–Estás hermosa como siempre –Andrea no
sabía cómo actuar.
–Siempre tan caballero -ajustó un poco
el repertorio.
Vestía una ajustada chaqueta y unas
botas altas también de cuero negro. Juan le acomodó el asiento. Pidieron puras
exquisiteces y una botella de vino muy costoso. Andrea mostraba su elegancia y
el joven le preguntó por su viaje a Suecia. Ella no entendía de qué hablaba,
pero le dijo que estuvo en Madrid durante el verano europeo.
–La vida nocturna es increíble y los
españoles saben disfrutar.
–Muy distinto a Las Brujas –intentó
dar una pista.
–Parecido a la Oz, pero sin música
envasada –ella no cayó en la indirecta.
–¿Grupos de rock?
–Electrónica, ecualizada por DJs.
Andrea le parecía una mujer de mundo,
Juan no conocía siquiera Mendoza. Dejó de lado Estocolmo y como desconocía todo
de España, se dedicó a hablarle de Matrix, una película distópica recién
estrenada.
–La vi en Madrid –por fin algo
conocido–. La historia del elegido para salvarnos de esta sociedad simulada.
–Me gustó Trinity, esa mujer
misteriosa vestida de látex.
–En el Emmanuelle llevaba un peto de
látex muy en su estilo.
–Podrías ser actriz de cine.
Todo el diálogo giraba en torno de
Andrea, del éxtasis que probó en la noche madrileña. Llevaba puesta una blusa
de tirantes y sus senos luchaban por escapar. Juan le seguía la conversación,
pero sus ojos se gobernaban solos. La onda medieval del restorán, su
iluminación tenue volvía todo tan romántico. Ahora Juan trabajaba en la casa
matriz del Banco de Chile y mantuvo el celular apagado para evitar una llamada
de su novia.
–¿Vamos al hotel Valdivia? –interrumpió
de repente. Le emitía los documentos de importación al dueño, un arquitecto que
también era propietario del Arte Chino.
–Me encanta ese lugar –impresionada
porque Juan tomara la iniciativa.
–Tengo una reserva para la habitación
ecológica.
Una señora los recibió y los condujo
por intrincados laberintos llenos de puertas. La habitación estaba llena de
flores y un champagne descansando entre hielos. Andrea quedó impresionada, Juan
sabía que Abelardo Mella lo recibiría con lo mejor. La ropa interior de lujo la
había comprado en Europa y lucía como una verdadera escultura. Ella misma
encendió el jacuzzi y vertió la espuma sobre el agua.
–El amor de Trinity por Neo era
incondicional.
–La pitonisa le predijo de que se
enamoraría del elegido.
–¿De verdad no me recuerdas?
Juan
vestía a la moda, como los subgerentes del banco. Lo invitaban a celebraciones
con los ejecutivos de las grandes empresas. En ellas se hablaba de manera
extraña. Él seguía en el área de comercio exterior y su inglés había mejorado.
–You
are terrific… a wonderful woman.
Andrea
había egresado de un colegio privado muy conocido, antes estudió en un liceo,
pero se ganó una beca y le contestó en perfecto inglés. Se sentó a su lado
entre la espuma y la besó y recorrió su cuerpo. Hicieron el amor dos veces y
conversaron tendidos sobre la cama. Hacía frío afuera y llovía a cántaros.
Salieron desnudos a la terraza para escuchar el repiqueteo del agua. Todo fue
encantador y al otro día de vuelta al trabajo. No le importó, sabía que no
podía seguir engañando a su novia. Juan estaba feliz, pero recordaba la vez que
la abordó en la barra del Rincón Brasileiro. Día a día se esforzaría para
conquistar a una mujer como Andrea. Trabajaba con ahínco y reunía el dinero
para verla otra vez.
–Podríamos
ir a Buenos Aires –lo invitó a un fin de semana de ensueño.
–Vayamos
en primavera –pensando de dónde sacaría el dinero.
Era
una noche donde el recuerdo se hace cargo del pasado y el futuro esconde
significados. Juan no imaginaba estar al lado de Andrea, la mujer que jamás
recordaba su nombre. Anhelaba esos futuros días de hotel en Argentina, Andrea
le habló de Palermo y el magnífico zoológico al que daban los apartamentos
lujosos.
La
fue a dejar luego de la velada, ella vivía sola en su departamento de Las
Condes. Juan seguía viviendo con su madre y era muy tarde para avisar que no
llegaría a dormir.
Lo
invitó a tomarse un whisky en la terraza que daba a Colón. La conversación
fluyó y hablaron de sus vidas reales. Andrea se sentía cómoda con este hombre
misterioso que veía por primera vez.
–Disfrutemos de este instante –frase posible para cualquiera de los dos, pero Andrea ahora sabía que lo de Argentina sólo era una ilusión.
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