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MENDIGO

 


MENDIGO

por Aníbal Ricci

 

Acudo al centro de salud mental de Ñuñoa para una evaluación psiquiátrica. Fue solicitada por el tribunal para una causa abierta en el mes de marzo. Estuve encerrado todo el mes anterior bajo llave. Habito en el balcón, mi lugar de trabajo y dormitorio. En invierno lo utilizo exclusivamente para dormir, con varias frazadas, la temperatura es similar a la intemperie. En primavera y verano no interrumpen mi rutina. Estoy protegido por un vidrio, pero con el frío todo cambia. En invierno duermo durante el día y en la noche entro al comedor y enchufo el computador. Escribir permite que mi cerebro se estructure y deje de lado pensamientos porno. No enciendo la luz para no despertar al resto y no tener que volver al balcón. Escribo de libros, de películas e historias que dispara el no hablar con nadie. Acumulo libros no publicados debido a que ahorro magras cien lucas para ediciones futuras. Los días que canta Gardel destino el noventa por ciento a cancelar deudas con Hites, Tricot y la farmacia Cruz Verde. Mi personalidad también tiene estructura de iceberg, un diez por ciento de cordura aflora desde las voces subterráneas y una sensación horrible de parte de los que hablan a mis espaldas. Pago la cuenta del celular, aunque no tengo teléfono hace más de un año. Utilizo el wasap del ordenador y cuando se cae, inserto un chip para subir mis pocos contactos. Pagos pequeños, la mayor deuda corresponde a la caja de compensación de Los Andes, pero ese monto lo descuentan por planilla. Antes de la pandemia podía arrendar una pieza, pero cuando arreciaron las voces no me quedó otra que buscar refugio. Una vez que se apagó el brote psicótico podría haber vuelto a arrendar un cuarto, pero la maldita inflación y las deudas hicieron imposible volver a un lugar propio. En el departamento todos tienen una habitación salvo yo el enfermo mental. Me esconden el pan, el queso y los yogures. Podría comprarlos con la tarjeta de Hites, pero no me dejan salir durante el mes. No soy muy funcional suelto en las calles porque el ruido es infernal y cada lugar viene junto a todos los recuerdos, uno sobre el otro, en desorden y activan los centros de placer. Para enfocar la mente requiero doparme con un litro de cerveza. Cierto grado de embriaguez aplaca los sentidos hasta un nivel aceptable que me permite no mirar con desconfianza. Tengo problemas con el hierro en la sangre y eso agudiza el cuadro mental. Luego de ocho horas despierto me extravío en pensamientos lascivos, intento meditar, pero ya no funciona. Meditar invoca una sensación similar a estar drogado y es un disparador mortal. Cuando el porno es muy heavy entonces ingiero trazodona y quetiapina para quedar planchado. La estabilidad relativa funciona los primeros veinte días y cuando se acerca el día de pago las pulsiones sexuales se vuelven atávicas. Hace un año me inscribí en el centro de salud mental de San Felipe donde era más fácil ingresar a un hospital psiquiátrico. La lista de espera se prolongó por meses. La única manera de aplacar las voces era pegarse un atracón de droga que hace trizas el cuerpo, pero quita kilometraje al cerebro. Los rumores de la línea 4 son mucho más explícitos que los susurros de la línea 3. En casa las voces se cuelan por la pantalla del computador, pero en el tren subterráneo surgen de los parlantes. Observo a los pasajeros y sus caras no captan los insultos. Tengo que aplicar terapia de shock y cuatro gramos me vuelven un zombi. No de esos que matan a otros, sino uno lleno de pensamientos retorcidos. Las cervezas y la cocaína están destruyendo neuronas y los impulsos se escapan de control. Sexo con travestis, ahora a través del porno, hombre y mujer al mismo tiempo. Deseo masturbarme, pero no funciona. Hago añicos el prepucio y no puedo apartar los ojos de las imágenes del computador. Vuelvo a mis cabales al cabo de unos días y apenas escribo unas palabras doy gracias por estar vivo. Las voces han desaparecido y de nuevo tengo ganas de un café. Escribir es lo único que puedo intentar y esa historia inconclusa resurgirá al otro día. Las purgas químicas al principio eran efectivas, pero ahora el daño colateral se ha vuelto invalidante. Una adicción que se calma sin las voces, pero en cuanto regresan la nariz se convulsiona y me destrozo las uñas. El psiquiátrico de Putaendo no resultó y desesperado le pedí a mi padre que me internara en el Hospital del Carmen. Mi pensión no alcanza y no está dispuesto a prestarme lucas, la última vez los síntomas fueron peores, pero las voces no eran tan infernales como ahora. Padecer una enfermedad mental es como la rana que se cocina a fuego lento. No soy estúpido y por lo tanto mi padre exige que tome buenas decisiones. Pero elegir cuando escuchas esas amenazas y estás cagado de miedo, es muy difícil destinar el tiempo a una actividad normal. Sólo actúo relajado cuando estoy alcoholizado y al beber caigo en una espiral de la adicción. Dos usos, uno adictivo y otro terapéutico, pero el balance imposible hace que deambule por las calles y termine tirado en una plaza. Llegan los pacos y me formalizan por ofensas a la moral. Es una mierda estar loco porque tu familia exige derechos, comportarse normal es imposible, pero en sus decisiones no contemplan deberes. No hay una pizca de entendimiento y te transformas en Gregorio Samsa. Un insecto al que hay que echar de la casa, la fiscalía pidió evaluar una internación en el hospital psiquiátrico y mi padre está expectante, en realidad sería una solución sacarme de la casa sin poner un peso. Siempre hablan a mis espaldas y cuando lo hacen en voz alta lo hacen a propósito para insultarme y decir que no debería escribir, que debería dormir en las noches y escuchar las noticias y los partidos que mi padre coloca a todo volumen. Dicen que guagua que no llora no mama y mi hermana grita más fuerte y recibe una remesa millonaria, aparte de que mi padre le costea los estudios a sus hijos que cumplieron treinta años hace rato. Mi hermana siempre tuvo derecho a vivir en el departamento más lujoso de los muchos que tiene mi padre, le paga las cuentas y los gastos comunes, incluso mi sobrina se hospeda en la casa de la playa. Esa hermana a la que sólo le interesa la herencia y hacerme a un lado. Cuando estuve casado inventó que mi esposa le hablaba de las propiedades. Mi padre le creyó y mientras yo estaba encerrado en el Hospital del Carmen, no hizo nada por ayudarme a salvar el departamento. Diez años de dividendo a la basura, le pido ayuda a mi madre para ponerme al día y me manda a la cresta. Luchando con mis demonios y sabiendo de mi enfermedad, no se apiadaron y le regalaron a un desconocido el doble de esa plata. Mostraron su crueldad y como nunca les cayó bien mi señora, mi padre estaba feliz de que saliera del hospital sin departamento. La salud mental no mejoró y las borracheras fueron recurrentes. Pero el deficiente mental debe vivir en una pieza que se pague el mismo, no entiendo cómo no se les pasa por la mente cederme un departamento, por último, el de Estación Central que suele estar vacío o habitado por venezolanos que nunca cumplen con el arriendo. Tuve brotes psicóticos en la época del colegio, durante la universidad y en varias pegas diferentes hasta que me jubilaron por invalidez. No pude seguir trabajando, lo intenté y un amigo escritor me dio la espalda. Esos quince años laborales fueron caóticos y me escapé del departamento que habíamos comprado en la Plaza Ñuñoa. Del techo surgía una sombra que me succionaba en las noches, la psiquiatra no entendía que no funcionara sexualmente. La sombra me cubría el rostro y no podía moverme, mi señora al lado no despertaba, yo gritaba y no emitía ningún sonido. Estuve casado sólo diez años, pero lo intenté y tuve que dedicarme a escribir porque era algo que podía llevar a cabo incluso en los peores momentos mentales. Compartir con otros empleados, verlos todos los días, era simplemente inviable. Escuchaba sus pensamientos internos y el miedo se apoderó de mis actos. La pensión castiga los periodos de licencia y por ende no fue acorde al salario habitual. La cara de satisfacción de mi padre cuando fracasó mi matrimonio. Intenté estrellarme contra un camión en la carretera y extravié el rumbo. Dos días y arribé a Iquique y compré droga a unas prostitutas afuera del casino. Mi hermana y sus hijos están en sus cabales y tampoco trabajan, pero tienen derecho a la herencia familiar sólo porque gritan más fuerte y se dedican a ningunear al deficiente mental. Tras cada episodio de drogas estoy teniendo problemas con la justicia, en eso soy peor que ellos, mi único día libre es un completo descontrol. Un solo día en el mes basta para que amenacen con echarme a la calle. Me gustaría drogarme en casa, pero el balcón está separado por un vidrio que apenas disminuye el volumen de los partidos de fútbol. Cuando escribo durante el día, mi hermana alega por el computador en la mesa, dice que está lleno de bacterias, entonces salgo al balcón y me alega que el sillón está desordenado. Por eso es mejor dormir en las horas de luz y empezar a existir a partir de la medianoche. El silencio me ayuda a concentrar, salvo los días a fin de mes en que las voces arrecian y tengo que contrarrestarlas con una sobredosis. Para terminar con los gritos en mi cabeza y con los ninguneos familiares. Nunca los he agredido, en general no está en mi naturaleza hacerles la vida imposible, pero no entiendo la razón de tanto resentimiento. Mi padre me insultaba desde los cuatro años y mi madre lo dejaba experimentar con su naturismo. Los antibióticos son veneno y tener que sufrir más de cincuenta episodios de fiebre, alucinar con los animales de las enciclopedias cuando sobrepasaba los cuarenta grados. Hasta el día de hoy sueño con un cuarto lleno de animales peligrosos, alacranes, serpientes, reptiles a los pies de mi cama. No iba a mear al baño por temor a que me destrozaran. Mi padre no permitía que me inyectaran Benzetacil ni tampoco bajar la fiebre con aspirinas. Malditas cataplasmas de barro y cebolla en el cuello y en la frente. Psicólogos y psiquiatras sospecharon el origen de la enfermedad. Tomo cuatro pastillas todos los días, una para la esquizofrenia, otra para dormir, un antidepresivo y otro estabilizador del ánimo en la mañana. Lo peor es no dormir, por un lado la cocaína despierta, pero en dosis altas deja sin consciencia. Después de la taquicardia no queda otra que el cóctel completo. Destrucción masiva y luego sueño reparador por días seguidos. Soy ese demente acostumbrado a los ciclos interminables. Fiebres altas, alucinaciones, pérdidas de consciencia y luego partir de cero luego de dos semanas de fiebre que con penicilina descendería en un día. Pedir los cuadernos, dar las pruebas atrasadas, después de años quería estar enfermo, mi madre pronunciaba palabras cariñosas cuando subía la fiebre. Amigos perdidos, chicas que no me iban a visitar, la universidad y un segundo brote esquizoide me tienen al borde del colapso. De milagro salvo la carrera luchando contra las escalas de notas relativas. Tuve novia por cinco años durante la carrera y cuando enfermé no fue jamás a verme. Encima me puso el gorro con otro estudiante de su campus. Debo entender que es normal que la gente me abandone. Con el paso de los años el resto deja de escuchar mis tribulaciones. Hacerle daño al enfermo mental no trae consecuencias. Pensarán que uno olvida los insultos y las palabras mal paridas. Ya no me defiendo porque mi padre hace una mueca para que me calle, me pide ayuda con los impuestos o alguna transacción de banco, pero en cuanto le pido ayuda para financiar un lugar donde internarme, me dice que no sirve para nada, siendo que hasta los electroshocks de algo sirven para acallar las voces inclementes. Tuve una pareja que quise mucho, pero hacer el amor escuchando, no su voz verdadera, sino una queja constante. No entiende que la amo, acaso no sea amor lo que siento. Doy explicaciones al aire como respuesta a preguntas no formuladas. Le presenté esta mujer a mis padres y cuando estaba en el baño mi padre le explicó que yo era un mal sujeto. Volví a la mesa y su cinismo habitual sólo fue desenmascarado en la próxima discusión. Unos días después sentía celos por mi exesposa, le digo que estoy separado hace años y en ese minuto confiesa lo que dijo mi padre. Escucho voces que me apuntan como un ser humano despreciable. Desde los cuatro años han dicho a mis espaldas que no tengo la fuerza suficiente. Tenía buenas notas en el colegio para que mi padre dejará de atormentar. Me escapaba por la ventana en las noches y salía a pedalear por las calles vacías. Soy el enfermo mental que iba a patear la puerta del agresor de mi hermana. La llevaba donde mis padres y ella volvía con el sujeto. Me pidieron matrimonio en medio de otra crisis. No disfruté de la fiesta porque había subido cincuenta kilos y la verdad ya no habitábamos el departamento de los sueños y tormentos. No había espacio para los regalos del matrimonio y los apilamos en una bodega. Un vehículo hizo pedazos la reja cuando estábamos en la playa. Se robaron no sólo los regalos, sino todos los aparatos electrónicos. Mi hermana hablaba pestes cuando visitaba a mis padres. Llegó el día en que casi perdió un ojo en una golpiza. Los pacos rompieron la puerta y al entrar detrás de ellos observé los regalos del matrimonio, el televisor, las sillas del comedor, todo era parte del mobiliario de mi hermana que siempre habló pestes de mi esposa. Nunca más confié en sus palabras. Sé que habla a mis espaldas porque mi padre no es capaz de guardar un secreto. He aprendido a querer las voces de mi cabeza, incluso esas de corte despiadado, al final son mías, supongo que mi cerebro las revuelve en un puzle. Las voces que más me duelen no sé si son inventadas, pero es la voz de mi madre ante mi padre. Las paredes de la casa de adobe tenían casi cuatro metros de altura y por ellas yo escuchaba toda la mierda. Pero las de mi madre son voces exclusivas que parecen del pasado. Me tragué el cuarto gramo y deambulo por las afueras de la población Santa Julia. Los pacos me llevan detenido tras quedar inconsciente en la Plaza Zañartu. Si fuera normal nada de esto habría sucedido. Probablemente hubiera dormido tranquilo en mi cama, sin necesidad de agudizar mi oído para escuchar esos rumores maliciosos. Ni comiendo su comida vegetariana ese hombre me dejó en paz. Palabras mal intencionadas que de alguna forma permeaban el inconsciente. En el colegio obtuve un premio por el mejor promedio de notas de toda la graduación. Yo estaba feliz apagando la antorcha en la pileta del parque, hasta que otros padres confidenciaron que mi padre les dijo que la vida se me hacía muy fácil, que ese reconocimiento me haría daño y la verdad no entendí esa mala leche luego de años de tortura. Violencia psicológica que nadie sabía de dónde provenía. Un ser envidioso que echa la bronca, ni siquiera pagaba la matrícula del colegio porque yo estaba becado. Recibió unos tremendos desahucios en la época de la recesión de los ochenta, el suyo y el de mi madre los invirtió en una financiera que quebró mientras gozaba de los intereses estratosféricos que no daban los bancos. Quizás si fuera normal y no se las hubiera dado de médico brujo. Seguiría casado con la mujer de ojos azules. En algún momento supongo que la amé, aunque he aprendido a desconfiar de mis sentimientos. Mi cerebro es extraño y compartimenta cuando todo se va a la cresta. Empieza a multiplicar formas de ser ante otras personas, maneras que ni siquiera responden a una coherencia, son retazos que buscan agradar al que tengo al frente. Buscando comprensión o algún remedo de cariño. No siento afecto por mis padres, por mi hermana, tampoco por sus hijos. Debiera dolerme menos que me insulten y se quieran deshacer de mí, pero de todas maneras influye el desamor de tantos años. Mi madre tiene alzhéimer y ahora la puedo abrazar. Antes era un témpano, recuerdo sus palabras dulces tras el umbral de los cuarenta grados. Seguiría casado y nadando en la piscina frente a la Plaza Ñuñoa. No hubiera intentado tirarme del octavo piso y saludaría a los porteros sin temor. Sus voces me destruyeron, los estacionadores gritando mi nombre los fines de semana. Si fuera normal mi hermana no se hubiera reído en mi cara. Jamás habría robado mis cosas y nunca hubiera perdido la visión del ojo. Creo que mi padre seguiría odiándome, pero al menos habría puesto el grito en el cielo por el asunto del robo. Quizás no hubiera prestado atención a todas las mentiras y reconocería que ella ha cometido delitos más graves. Nunca fue de muchas luces y los maltratos de mi padre la convirtieron en blanco de violencia intrafamiliar. Ella gritaba los días de Navidad y arrojaba platos a las paredes. Mi padre reía, pero mi hermana nunca fue un real oponente. Con los años aprendió a mentir y destilar odio. El loco de la familia da lo mismo, ella grita más fuerte y destruye mi matrimonio. Ojalá fuera normal y no me dolieran las palabras del día de la graduación. De mi madre heredé su incapacidad para defenderse. No entiendo por qué la gente se encarga de hacerle la vida imposible a otras personas. Mi padre nos maltrató psicológicamente y lo llevó al plano físico con su fanatismo. El sanador de la Plaza Ñuñoa que metía pordioseros a la casa, les daba baños de cajón y los manguereaba en el patio. Odiaba darme baños de vapor porque uno era como un mendigo, que a veces se quejaba, en cambio esos indigentes lo dejaban aplicar sus ungüentos de barro y cebolla en sus llagas expuestas. Uno era un hijo desagradecido, en cambio ellos eran su familia, lo mismo que los drogadictos de la planta asfáltica. Era director en esa faena del Servicio de Vivienda y Urbanismo, aprovechó esa jefatura para que sus subalternos alabaran sus métodos naturistas. Cataplasmas de cebolla para los alcohólicos y drogadictos de las poblaciones periféricas, siempre esa doble faz de maltratador familiar con fachada de hombre social. Mi madre permitió todas estas brutalidades y yo creo que su cabeza acumuló demasiada mierda en los cincuenta años de matrimonio. Desde pequeño me decía que era un merengue, no entendía por qué mis amígdalas no sanaban con sus métodos de curandero. Repetí un año de colegio por enfermedad, no sólo amigdalitis, se sumaron paperas, ahora en el otro ganglio y una anemia devastadora. Acostumbrado a salir adelante, volvía al deporte y reseteaba los malos ratos. Pero al final de la básica sucumbió mi cerebro y por las noches escapaba por la ventana de la casa de dos ambientes y me sumergía en la tina de la vivienda que habitábamos antes de la recesión económica. Cubría todo mi cuerpo con esa agua helada en pleno invierno y permanecía por horas. Pienso en True Detective, en la pantanosa Luisiana, en ese protagonista desquiciado con una moral de hierro a pesar de las drogas que ingirió mientras trabajaba de policía encubierto. Llevó el caso de una secta pedófila hasta las últimas consecuencias. No sabía vivir en pareja y casi al borde de la muerte reconoció el amor de su hija fallecida siendo una niña. Existía el amor, pero no creía en el paraíso ni el infierno. Todo se trataba de una lucha entre el viejo bien y el viejo mal. Me he drogado tanto que los límites empezaron a desaparecer. No creo ser una mala persona y no quiero que a otros les hagan daño. Estoy acostado en la celda al lado de un sujeto extraño. Pienso que el sexo delirante y el amor corren por carriles distintos. Pero el bien y el mal se cruzan y uno termina amando la perversión. El placer se confunde con amor y llega un punto en que odias que alguien profese afecto. Me han hecho sentir como un insecto. Que se arriende una pieza porque nos molesta que escriba de noche, en realidad les molesta que haga algo que me proteja de su violencia. Escribo de seres marginales sin oportunidad de surgir, ellos siempre son capaces de ayudar a sus hijos. No tendrán dinero, pero se desviven por darles una buena educación. A mi padre no le sirvió más que para ser un empleado, un inspector a las órdenes de jefaturas coludidas con la política. No tengo culpa de que sea un amargado y siempre hablara pestes del trabajo. Antes me drogaba para alejarme de esa energía negativa, no pensar en el futuro también permite olvidar el pasado. Salgo un solo día a la calle, pero todas estas ideas tóxicas son imposibles de silenciar. Voces internas y voces externas, sólo una noche de juerga admite el nihilismo, liberarse de emociones que ahora carecen de sentido. Rust Cohle presintió el amor desde el más allá, ese amor imposible de su hija muerta, pero al menos un lazo con la familia. Un padre y una madre existen para brindar protección a los hijos y en su ausencia al menos querrán contribuir en algo a la sociedad. No hablo de dinero, las propiedades no pueden llevarse a la tumba. No les interesa hacer algo bien y al ser ateos tampoco inculcaron el cielo o el infierno. El limbo de las drogas es un escape, un mundo donde los afectos fueron reemplazados por instantes de placer. Mi padre pretende tener la razón, más bien obligar a otros a prestarle oídos. Su lucha no tiene sentido, una lucha por mostrar salud ante el prójimo. Permanezco en el balcón escribiendo luego de una intoxicación extrema. Si alguna vez le llegara a dar cáncer estoy seguro que se tiraría por la ventana. La cocaína destruye voces verdaderas y también las falsas. Asiste a reuniones de exfuncionarios con peor salud que la suya. Escribo sobre el detective con moral de hierro porque el mal está venciendo y han abierto un proceso en mi contra. Ya no camina como antes, parece un sujeto inválido y sus amigos de mayor edad le deben importunar. Hace años debió cederme un departamento y me exilió a una pieza, en tanto el resto de la familia vivía como rey. La enfermedad me hizo invisible y este sanador de cuarta categoría se dio el lujo de contradecir a los psiquiatras. Esa maldita costumbre de hablar pestes de la familia. Los conserjes no entienden esa bronca que esconde tras buenas maneras. El alzhéimer de mi madre lo volvió soberbio. No tiene que dar explicaciones y ahora da cátedra de cómo debe vivir el resto. Me he dado cuenta de que pedirle ayuda, suplicarle que me interne en un hogar psiquiátrico, es una forma de debilidad. Las palabras de mi padre compiten todo el tiempo con las malditas voces. Hace unos años pensaba que escribir me salvaría como antaño, pero tras cada día el mal va tiñendo todas las cosas. Estas palabras no sirven de catarsis porque el daño es tan profundo que llegará el minuto en que no tenga ganas de escribir. Uno lo hace pensando en trascendencia, quizás las palabras tengan destino. Una relación secreta que no es amor, pero al menos implica una conexión.


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