LA MUJER DEL FUTURO
por Aníbal Ricci
La primera vez que vi la pintura no reconocí a esa mujer. El
libro reproducía óleos de Gustav Klimt. La musa parecía llorar lágrimas de oro.
Otras modelos lucían similar, creo que el pintor sabía lo que buscaba. Esa tarde
de verano me prestaron la camioneta para ir al pueblo. No me acuerdo de su
nombre, aunque se ubicaba en la precordillera a kilómetros de Temuco. Durante
el día cavaba una fosa de tres letrinas, trabajo arduo y comida escasa. Las
latas de Junaeb debían ser buen alimento, pero en realidad eran horribles de
sabor. Hombres y mujeres dormíamos en sacos de dormir en la sala de clases de
la escuela. Al frente había una cocina y un baño. Una cancha de fútbol
improvisada y los chicos de los alrededores pateaban una pelota. Mis compañeras
provenían de otras carreras y entonaban ridículas canciones con las niñas. Por
las tardes salía a correr por los poblados vecinos a Hilohue, ahora recuerdo el
lugar. Caminos polvorientos y entre medio una iglesia evangélica. Verónica
siempre hablaba de su amiga de Pedagogía en Castellano. Cursábamos primer año
de universidad y éstos eran unos trabajos de verano para ayudar a los
habitantes de la zona. Una socióloga me había invitado a participar del
proyecto, era muy dulce. En los buses pedimos dinero y ella mostraba liderazgo.
La seguí por instinto, aunque la segunda noche nos reunimos en la sala común y
la verdad no sabía bien de qué hablaban. El padre Berríos nos aconsejaba y yo
no entendía la razón del discurso, aunque mis compañeras lo miraban con ojos
extraños. Las chicas invocaban algo superior bien poco creíble. Tampoco las
comprendía y me chocaba un poco tanta hermandad. Éramos universitarios y ellas
hablaban igual que adolescentes. Tras la cuarta noche sincronizaron sus
menstruaciones, por un asunto hormonal me explicó el jefe de comunidad. De
vuelta en la capital fui a un cumpleaños de otra de las localidades. Un
paracaidista en toda su expresión. No me acuerdo de cómo llegué ni en qué
comuna era la fiesta. Acudí sin un regalo porque de verdad no conocía a nadie.
A veces estás triste por cosas que no han sucedido. Conduje con otro amigo de
carrera y nos separamos al entrar. Todos bailando y yo no coordinaba bien los
pasos de salsa. Sentada al final de la mesa, llena de botellas de pisco, había
una chica pelirroja observada por otras. La musa de Klimt, pensé, una idea
alocada mientras esa mujer posaba bajo un farol. Estaba sentada al borde del
patio y la luz era perfecta. Iluminaba su rostro y yo me sentí un artista. La
semana anterior había ido al cine arte a ver El retrato de Jennie, una película
de la década del 40. Un amor imposible, lo era porque los amantes vivían en
distintas épocas y no compartían una historia común. El protagonista hacía
retratos, al igual que Klimt perseguía algo que todavía no conocía. Pero no por
inalcanzable era menos real. Conduje la camioneta con el sol en declive. Llegué
a un pueblo de apenas unas calles y en la principal un almacén que todavía no
cerraba sus puertas. Le pregunté si tenía paquetes de toallas higiénicas,
supongo que así había que pedirlas. En un cuaderno llevaba anotadas las
especificaciones. El señor de edad dijo que tenía de un solo tipo. Me reí al
ver el tamaño, al suponer que eran inapropiadas. Le dije una docena y me miró
fijo. Sólo quedan nueve cajas de diez. ¿Diez toallas?, pregunté y me dio un
poco de vergüenza. Entre explicarle de dónde venía y para quiénes eran, le pregunté
el precio. Una vez en el mesón, las introduje en la mochila y le pedí una bolsa
para llevar el resto. Conduje la camioneta ya entrada la noche y menos mal que
era el único camino porque no llevé anteojos. Al pintor se le aparecía una niña
del pasado, podría incluso estar muerta y en medio del parque le pedía que
esperara unos años y serían felices. La primera vez que la vio quedó intrigado
con la melodía que brotaba de sus labios. Habló del futuro y olvidó un pañuelo.
Otra ocasión patinaron en el hielo del Central Park. Ya era adolescente y el
pintor le contó que había hecho un boceto de ella que sedujo a una curadora de
arte. Jennie le pidió un retrato y la siguiente vez cursaba la universidad. En el
ático le mostró la obra terminada, su retrato y ella estuvo segura, por primera
vez la vio el pintor. No sabía si observar el lienzo o a la musa, quería una
historia con esa mujer del pasado y ella le prometió que regresaría después del
verano. Cuando arribé a Hilohue estaba oscuro y me sentí bendecido. El jefe de
comunidad me apodaba Spock y supongo que esa sensación de estar en la nave
Enterprise terminó de convencerme de estar en el sitio correcto. Abrí la reja
de la escuela sin apagar las luces y era como otra nave, la de Encuentros cercanos
del tercer tipo. Las mujeres se abalanzaron a mi encuentro, esperando que la
empresa hubiera sido exitosa. La luz no era suficiente para obtener colores de
sus siluetas y les mostré la mochila y me abrazaron. Al día siguiente estaba
cavando la fosa, pero estaba feliz. Seguía sin entender por qué habíamos venido
a la precordillera. Jennie recogió mis bocetos de un faro y se puso triste.
Algo del futuro no cuadraba, ese mismo instante era su futuro y el pasado del
pintor. Un pensamiento oscuro, no sería capaz de esperar el fin del verano.
Estacioné la camioneta junto a la cancha de fútbol. El faro dejó de iluminar la
tormenta que azotaría la costa durante ese caluroso año. El velero sería
arrastrado a los arrecifes y cuando apagué las luces, el faro no indicó el
rumbo. Me acerqué y me ofrecí a hacerle una piscola. El farol la alumbraba y
juraría que su aura era enorme. Otra jefa de comunidad, de otra localidad del
sur. Le hablé de mi amiga y no la conocía. Mi compañero de carrera seguía
bailando y se acercó a nosotros. No sospeché nada, pero el Charro me presentó a
su novia, Verónica, la chica de Hilohue que ahora saludó de beso a la
pelirroja. Entendí por qué hablaba siempre de ella, no sólo era preciosa, sino
que vestía ropas de gitana. Virginia, ese era su nombre, debía tener una
historia increíble y lucía como una mujer de otro tiempo. No recuerdo de qué
hablamos esa vez, sólo recuerdo cosas que aún no habían sucedido. Esa noche en
la cabaña de Cachagua, esa ampolleta cubierta por un pañuelo, la luz tenue, el
mismo pañuelo que dejó esa niña en la banca. Las tardes de sexo en que la
abuela nos descubría. El atardecer en El Quisco donde me vi en sus ojos. No
entendía el pensamiento del protagonista. Jennie había muerto, pero era cosa de
encender el faro para evitar el accidente. Durante la madrugada extraje las
llaves de la camioneta e iluminé el portón de la escuela. Estaba feliz por mis
compañeras que ahora no tendrían que preocuparse por la sangre. La imaginé
destrozada contra las rocas mientras el mar se llevaba su cuerpo. El tiempo no
respeta esa emoción al recitar las palabras del Quijote. Ebrio con esa botella
de José Cuervo, un duelo de poesía donde yo perdí, pero esta chica alumbrada
por el farol me acaricia el rostro. Perdí porque todavía no había escrito una
palabra y conduje alcoholizado por el litoral central. Pensar que uno no es
dueño del tiempo. Un auto frena de improviso, aunque eso no ocurrió. Las luces
altas funcionaron y el faro mantuvo lejos a la embarcación. Jennie no moriría
esa noche, pero al llegar al puerto me olvidaría. El verano no termina porque
la historia del pasado no pertenece al futuro. Recobro la consciencia y el
pañuelo adorna el cuello de esta mujer de sesenta años. No hemos compartido
ninguna historia, pero cura mis heridas. Ahora entiendo por qué compró mi
primer boceto. Vio algo diferente, el nacimiento de un artista. El ego me
ocultó la verdad. Ella siempre lo supo, pero era una mujer de otro tiempo.
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