(crónica)
SILENCIO SAGRADO
por Aníbal Ricci
Una travesía habitual era la subida Larraín. Cruzábamos velozmente el canal San Carlos e incluso hasta Las Perdices nuestro pedaleo no era forzado. A partir de ese puente cambiábamos al plato chico y piñón grande, para que nuestros pulmones fueran capaces de oxigenar los músculos. Llegábamos a duras penas al final de la pendiente. Con el corazón en la mano y las piernas reventadas. Muy pocas veces fui capaz de alcanzar la cima sin zigzaguear los últimos metros. En Álvaro Casanova, calle sin desniveles, aprovechábamos de descansar. No subíamos a pasear, sino para sentir la adrenalina por el abrupto descenso a la ciudad. El ritual era siempre el mismo. Sin esfuerzo pedaleábamos hasta Casamilá, nuestra discoteque favorita en años venideros, para luego regresar a lo más alto de avenida Larraín. Siempre nos detuvimos a tomar agua antes de bajar. Para hacer cálculos de la pendiente a abordar. Sabíamos que en pocos segundos estaríamos de vuelta en la ciudad y nuestro deseo era prolongar al máximo esa sensación de Olimpo. ¿Qué velocidad alcanzaríamos? Un pequeño giro para ajustar el cambio más pesado y sin pensar en las consecuencias descendíamos cuesta abajo. Nos despegábamos de los sillines para hacer mayor palanca con las piernas. Con las manos aferradas al manubrio, muy cerca de los frenos, las piernas no podían seguir el ritmo de los pedales y no quedaba otra que reclinarse al máximo para ofrecer menor resistencia. La recompensa, aquella en que los ojos se llenaban de lágrimas, era el instante en que frenar carecía de sentido. No se podían distinguir las imperfecciones del pavimento. Uno se dejaba llevar por el viento, nunca permitiendo interrumpir el destino. Al cruzar Las Perdices te devolvían la vida y agradecías que ningún obstáculo hubiese detenido tu marcha. La inercia se prolongaba por otro kilómetro, avanzando en silencio hasta llegar al aeródromo, donde las voces de los amigos rompían el silencio sagrado.
Comentarios
Publicar un comentario