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WISH YOU WERE HERE

                          (crónica)

          



WISH YOU WERE HERE

por Aníbal Ricci


Alcancé a estar apenas un mes sin alguien a mi lado. Durante esos treinta días no fui capaz de darle coherencia a mi vida. Quería estar solo para lograr equilibrarme por mis propios medios, pero fue imposible encontrar armonía en mi espíritu. Salía con una chica que venía del sur y que estudiaba sociología en la Universidad Católica. No se parecía en nada a Helena que también estudiaba en esa facultad. Cecilia era una morena muy atractiva. Le gustaba vestirse de negro, no creo que le gustara, sino más bien para ocultar su silueta. Nunca pude entender la poca confianza que tenía en sus atributos físicos. Encandilaban a todas luces y me hacían perder el habla. Pese a esa exuberancia, era más bien piola y su mirada traslucía timidez. Dueña de un hablar pausado cautivaba de inmediato. Cada vez que nos poníamos a conversar me daba cuenta de que su lógica era implacable. Analizaba todo meticulosamente y no dejaba un cabo suelto. No en vano estudiaba Sociología. Pero lo que más me gustaba era que siempre escuchaba lo que le decía y hacía saber su punto de vista de inmediato. Salimos varias veces antes de ponernos a pololear. No estaba seguro de sentir algo muy fuerte por Cecilia, aunque sucedió algo impensado que me hizo decidirme. Me acompañó a una fiesta de Odontología donde estudiaba Paula. Me sentía su amigo y con algo de rencor la reemplacé por Cecilia. Al cabo de los primeros besos olvidé completamente a mi amiga y no la volví a ver hasta que un día, ya recibida de dentista, me buscó para que yo fuera su cliente. Esa vez le dije, sin rodeos, que llevaba años yendo donde la misma dentista. Sin querer queriendo, se aceleró lo mío con Cecilia, aunque sus encantos me hubiesen seducido de todas maneras.

 

Para su cumpleaños ya había recuperado la confianza en mí mismo. Ya no me dolía que Antonia hubiese terminado conmigo y por lo mismo disfrutaba de los nuevos momentos. Me preocupé de conocer a sus amigas debido a que no quería enfrascarme en otra relación antisocial. Su fiesta de cumpleaños se llenó de buitres que no se cansaban de tirarle piropos. No me molestaban tanto debido a que yo la venía conociendo recién. La primera vez que la vi desnuda fue en su propio dormitorio, el único que se ubicaba en el primer piso. Tenía un cuerpo hermoso y sus ojos no eran conscientes de su voluptuosidad. Por un buen lapso, no fui capaz de apartar mis labios de los suyos y me rendí ante su belleza. Cuando cumplí los veintiún años, en noviembre, fue cuando mis amigos la conocieron, pero en verdad, nunca salimos a tomarnos un trago con ninguno de ellos. Me dediqué a besarla en la oscuridad sin atreverme a tener sexo. Yo creo que era algo personal. Un miedo terrible a ser rechazado de nuevo.

 

Al terminar mi segundo año de universidad, pasé una semana en la casa que tenía Juan en Cachagua. Una reunión de amigos para celebrar la llegada de las vacaciones, donde las pololas no eran bienvenidas. No era que nos fuésemos a desbandar, se trataba de un retiro para jugar partidas de póker encendidas por whiskys. Nos levantábamos tarde y desde la terraza disfrutamos de la vista a una pequeña caleta de aguas cristalinas que según Juan se llamada Las Jujas.

 

Justo el año anterior nos habíamos hecho amigos con Sebastián, Juan y José Miguel. Ese año fue más carreteado e íbamos bien seguido a Maitencillo, el balneario vecino. En Cachagua no había ningún lugar para conocer chicas. En Maitencillo, en cambio, estaba la Tacirupeca (Caperucita al revés) y la disco Pool justo al frente. No es que fuéramos cuicos, pero la música de la Tacirupeca era mucho mejor. Juan conoció a una colorina, con quien pololeó durante todo su paso por la universidad. Lo que más recuerdo eran nuestras conversaciones de carretera entre los dos balnearios, donde íbamos felices escuchando la música que a Juan le gustaba. Todas las noches colocaba Money for nothing en la radiocasetera del auto. Ese disco recopilatorio de Dire Straits se transformó en una especie de himno de ese verano. Sultans of swing, su ritmo de carretera, me trae a la memoria la imagen de nosotros cuatro sentados en el Nissan Sunny abriéndonos paso en medio de la noche. No discutíamos de nada en serio, pero quedábamos en silencio al apagar el contacto para escuchar Private investigations. Alucinaba con la casi imperceptible introducción de guitarra hasta que la voz de Mark Knopfler irrumpía en diálogos perfectamente sincronizados con las cuerdas electrizadas. Cuando se apagaba la voz renacía la guitarra en gloria y majestad hacia el final de la canción. Recuerdo la pequeña pista de baile de la Tacirupeca. Nos tomábamos un trago antes de que cada uno corriera con colores propios. Lo usual era bailar con una chica que conocías en la barra. Si todo iba bien podías salir a tomar aire. No era precisamente por eso que salías a caminar por la orilla del mar. Tampoco para mirar las estrellas. Había ocasiones en que eras afortunado y terminabas con alguna bella mujer sobre la arena de la playa. Siempre acontecía que cuando uno de nosotros desaparecía, los otros lo andaban buscando para irse. Era obvio lo que sucedía. El tiempo avanzaba más lento para quienes les tocaba esperar. Pero de vuelta a Cachagua todos nos poníamos felices con el Money for nothing, donde Sting hacía los coros junto a Mark Knopfler. Sebastián había traído el París, disco en vivo de Supertramp que desplegaba canciones mucho más alegres que las de Dire Straits, especiales para ir despertando del carrete del día anterior. Cada vez que fui a estudiar a su departamento colocaba Rush o Marillion, era fanático de todo lo que fuera rock progresivo. Pero más allá de sus gustos musicales, por esos días conocí a su hermana. Gloria era una mujer con quien teníamos extensas conversaciones cinéfilas. Era agradable conversar con alguien que se hubiese maravillado con las mismas películas que yo había visto durante años.

 

No sólo tengo recuerdos musicales de ese veraneo en Cachagua. Desde la primera vez que divisé su extensa playa, supe que me depararía momentos de gran felicidad. Me sentí realmente extasiado cuando una tarde comencé a correr por su costa. Mientras me deslizaba por la arena era testigo de cómo la naturaleza cambiaba sus telones. Partía bajo un tibio sol que se iba escondiendo a medida que mis zancadas se sincronizaban con los latidos. Terminaba corriendo cada vez más fuerte como si arrancase de la oscuridad y del viento. Era una poderosa sensación y por ese entonces jamás imaginé que en el futuro conocería el amor verdadero.

 

Un año después me deslizaba por las mismas arenas. Cada vez que me alejaba un poco de Cecilia, inmediatamente dejaba de recordarla. Ya no íbamos a Maitencillo y dejamos de escuchar Dire Straits. Era el turno del Soul cages que había sido compuesto por Sting en memoria de su padre. When the angels fall dejaba marcando ocupado y en contrapunto escuchábamos el Tango 4, colaboración entre Charly García y Pedro Aznar. «Dios es quién cruza nuestros caminos…» contenía un pegajoso estribillo de los Beach Boys. Ya no era artífice de mi destino y ese mismo verano todo se volvería patas arriba. José Miguel rasgueaba la guitarra. Los rostros de mis amigos se iluminaban en medio de la oscuridad. «So... so you think you can tell... Heaven from Hell... blue skies from pain...» Nuestras sombras se agigantaban tras una improvisada fogata, simplemente escuchando Pink Floyd en mitad de la noche estrellada.

 

De regreso en Santiago volví a frecuentar la casa de Cecilia. Conversando en el patio de su casa sentí como si recién la estuviese conociendo. Me comentó que Marité Douzet necesitaba gente para conformar una comunidad. Al principio no entendía a qué se refería, pero igual me reuní con ella a la entrada del centro comercial Apumanque. Hicimos una colecta en un tarrito de Nescafé a modo de alcancía. Era muy simpática, pero a la vez organizada, le ponía mística al asunto de la comunidad. Nos subimos a las micros en busca de fondos. Yo me iba directo a la parte trasera mientras Marité daba un verdadero discurso acerca de lo que haríamos en el sur. Sus palabras sonaban importantes y me convencieron del proyecto. Iríamos a una localidad rural a desplegar una serie de trabajos voluntarios que mejorarían la calidad de vida de los habitantes de la zona.


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