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CINE ALESSANDRI

                          (crónica)

           



CINE ALESSANDRI

por Aníbal Ricci


Cursaba segundo de educación media cuando ya era parte de la nueva generación. Al ser mayor que el resto no me veían como al típico mateo. Oculté mis inseguridades tras la ropa. Usaba poleras Ocean Pacific y pantalones Roberto de Camerino. Varios sweaters Ferouch. Lo que me hacía sentir más orgulloso eran mis nuevas zapatillas Puma. Por un par de meses fui ahorrando de mi mesada hasta que reuní el dinero suficiente. Las primeras que me gustaban realmente, diseñadas con una planta de poliuretano inyectado de dos colores. Sacrifiqué varias idas al cine para comprármelas. Era como caminar en el aire de lo suaves. Las ocupaba para todos los deportes e incluso iba a fiestas con ellas. Me acompañarían hasta el día de mi graduación y a pesar de mis gustos banales fui capaz de hacer buenos amigos.

 

Alberto Pizarro era el gurú musical, recordado por el siete que se sacó en la asignatura de castellano gracias a un magnífico ensayo de la historia del heavy metal. Pasábamos tardes enteras pirateando casetes. La consigna era conocer de todo un poco. The Police y Queen cuando no andábamos para cosas fuertes, pero la mayoría de las veces discos de Judas Priest o grabaciones inéditas de Iron Maiden. Alberto impuso la onda de andar con estampados del grupo inglés y yo tapicé mi habitación con afiches del World Slavery Tour, del Piece of Mind y del single Aces High. Pink Floyd no podía faltar con The dark side of the moon. Barón Rojo, grupo español cuyo disco Metalmorfosis nos hizo aprender de memoria las canciones El malo e Hiroshima. El privilegio de impregnarse de la cultura musical de Alberto también incluía canciones del rock latino. Me fascinaba Charly García, no tanto su período de Sui Generis, aunque Canción para mi Muerte era sublime. Fito Páez recién editaba su Giros, anticipando algo bueno para el futuro. Virus tocaba cosas interesantes, pero sin duda lo más conocido era Soda Stereo. Todo el mundo sabía sus canciones, como si estuvieran escritas en el aire. Tengo gran recuerdo de las primeras fiestas amenizadas por la música de los argentinos. Con Paula Zamorano bailábamos hasta quedar muertos. Época de felicidad desbordante en que lo más importante eran los carretes de fin de semana. Como olvidar esas largas caminatas que hacíamos de una fiesta en otra, madrugadas en que se forjaban amistades. Copiamos cientos de casetes en el living de Alberto, aunque también fueron memorables las idas al cine Alessandri para ver películas mayores de 21 años.

 

El bus nos dejó frente al Estadio Chile. Reconozco que el lugar era decadente desde su entrada. Se ubicaba al final de una galería comercial de mala muerte, justo al lado de un night club enfermo de picante que tenía un letrero con ampolletas rojas y amarillas. Dejaban entrar aunque tuvieras quince años, cada incursión tenía el éxito asegurado. Recuerdo que el que vendía boletos era el mismo que los cortaba. Acto miserable previo al descenso por una escalera decadente. No tengo memoria de cuántos niveles tenía, pero a mitad de camino hacia las profundidades, uno se daba cuenta de donde provenía el mal olor. Baños asquerosos con urinarios amarillos, retretes tapados y un compadre pidiendo cooperación. Conforme uno bajaba, la fetidez se iba esfumando, a la vez que surgía un fuerte olor a humedad. Al correr las cortinas de la sala, lo único que importaba eran las tetas y culos, de verdad la pantalla era enorme. Con Alberto ingresamos a mitad de película, dado que importaba bien poco ver el final antes que el principio. Nos aguardaban películas eróticas de culto. Emmanuelle, con Sylvia Kristel, mostraba un sinnúmero de secuencias lésbicas. Calígula se internaba en orgías y relaciones incestuosas del protagonista con sus hermanas. Más bizarra que la otra, estaba tan cortada por la censura que terminaba siendo incomprensible. Más entretenidas eran las comedias italianas entre monjas y curas cacheros, donde aparte de ver harta pechuga, uno se podía reír de buena gana. Las películas italianas formaban parte del programa doble y al final siempre tocaban la misma canción en los patéticos intermedios. Encendían la luz y nos cagábamos de la risa al reconocer a muchos compañeros del colegio.

 

Ese año culminó con la gira de estudios. Nos hospedamos en el gran hotel de Puerto Varas, punto de partida para recorrer el lago Llanquihue. Frutillar y los Saltos del Petrohué fueron destinos obvios, pero lo más entretenido fue la travesía a bordo del tren. El coche salón permitía reclinar los asientos e ir cómodamente sentados dentro de ese vagón habilitado sólo para nosotros. Estuvimos despiertos hasta altas horas. Yo iba en el mismo asiento que Andrea y ambos nos cubrimos con una manta. En medio de la noche nos tocamos casualmente. Sentimos algo poderoso y sin darnos cuenta, nuestras manos se entrelazaron y nos fundimos en un apasionado beso. Todo transcurría en silencio bajo la oscuridad de la manta. Ninguno de los dos articuló palabra durante esa noche. Tuve un sueño placentero, pero cuando desperté pensé que no quería ponerme a pololear en el viaje de estudios. Era tan pendejo que lo único que se me ocurrió fue «sigamos siendo amigos», frase que me persiguió durante muchos años.


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