(crónica)
MEMORIA
por Aníbal Ricci
Después de la fantasía de El Señor de los Anillos, entramos a otra sala contigua para ver Premonición, con Cate Blanchett. La historia de una clarividente que ayudaba a resolver un crimen. Patricia disfrutó de las imágenes compartidas. Nos besamos y comentamos la película mientras escuchábamos a Luz Casal de vuelta hacia su departamento. Me encontraba saliendo de un oscuro período de encierro, de temor a desconocidos que recorrían las mismas calles de mi infancia. Recordé un viaje de tren y otros besos de quince años atrás. No tenía acceso a las emociones transcurridas en ese intervalo de tiempo. Río Místico, de Clint Eastwood, me sorprendía con Tim Robbins haciendo de retardado, un chivo expiatorio que estaba allí para culparlo de otro crimen salvaje. Sean Penn lo había muerto, ciego de venganza, y su mujer lo abrazaba antes de salir al carnaval callejero donde todo se oculta tras la multitud. A Magdalena pareció gustarle, pero hablamos de cosas diferentes en un bar de Ñuñoa. Vivíamos felices en nuestro departamento con vista a la plaza, donde a veces organizábamos asados en la terraza. Sus hijos estaban encantados de nuestra morada. Yo le echaba spray a los sillones para que no se mancharan y Joaquín me ayudaba a limpiar la alfombra del living. Solíamos comer empanadas de queso en la Fuente Suiza, un lugar de juventud al alcance de nuestros pasos. Quedé sorprendido, muchos años atrás, cuando Mayte salió de la sala antes del final de Tiempos Violentos. Tuve que escuchar sus quejas acerca de la rudeza de los personajes de Tarantino. En ese entonces estábamos pololeando, pero ella fue mucho más descarnada al regresar del pub El Reloj y decirme que yo era muy extraño, para luego despedirme de un beso en la mejilla. Me encantó esa película y la compré más adelante para verla en soledad. Era un puzle donde los muertos en una escena aparecían vivos en la siguiente. Nunca le apunté a los estrenos que invitaba a Mayte, supongo que necesitaba matar el Tiempo de Gitanos, de Emir Kusturica. No hablaba demasiado debido a que mi familia nunca me transmitió algo digno de contar. Corazón Salvaje también me alucinó, por lo surrealista, por esas imágenes sobrecargadas de David Lynch que a Mayte le horrorizaron. Esa mujer me gustaba mucho, como Laura Dern cuando seducía a Nicolas Cage. No entendía por qué no podía compartir una buena historia con esa mujer preciosa que me contaba cuentos. Me embrujaba con sus labios, pero decidió apartarme de su vida. Paz me acompañó una vez al cine y hoy apenas recuerdo su pubis angelical. Antes de conocer a Gloria, un dolor de muelas me encapsuló al interior del Normandie. Por segunda vez disfrutaba el París-Texas de Wenders, y Viviana lograba conmoverme cada vez que le contaba esa película. Su piel blanca y su cabello rojo, sus ojos me desnudaban como a Dean Stanton cobijado por Nastassja Kinsky. Ella lo oía dentro de su cabina, a través de un teléfono que comunicaba verdades. En mi infancia y juventud nunca tuve teléfono; prefería compartir la intimidad con Viviana, en su pieza o en la cabaña de Cachagua. Explicarle que ese hombre se apartó de aquella mujer debido a no estar a la altura de sus expectativas. Estudiar me había desquiciado un par de veces, aunque Viviana prefería preparar exámenes en vez de estar conmigo. En las nuevas multisalas vimos muchas películas con Gloria, La Nave de la Muerte donde un Sam Neill, quizás yo mismo, alucinaba no sólo otros mundos sino otras dimensiones plagadas de imágenes pervertidas. Lloré cuando Gloria me dejó en la Plaza Brasil, en un barrio ajeno y lejano. Me apartó del mundo y las sensaciones se tornaron extrañas. En su velador dejó un poco de marihuana y esos pitos los fumé en ese amplio departamento que antes compartía con ella. Los gatos se transformaron en mis únicos amigos e invité a una prostituta para hablar con alguien. Yo mismo la dejaba en su esquina, conduciendo por calles llenas de semáforos rojos. Iba al gimnasio y corría en cámara lenta. Las canciones, ahora distorsionadas, me dejaban todavía más triste. Aceleraba y el auto parecía retroceder como desde el Vértigo de Hitchcock. Sus mujeres eran verdaderas fantasías, las mismas a las que me invitaba mi nueva compañera de cuarto. Le encantaban las películas porno y esnifar cocaína. Acudíamos a un motel y la pasábamos bien. Llevaba tiempo sin ir al cine y mis emociones fueron desapareciendo. No había imágenes para contrastar y ahora escuchaba voces. Engañaba a mi prostituta con otras nuevas. Requería escuchar falsedades con voces cada vez más impostadas. Sexo suficiente, pero ninguna vibración genuina. Un día viajé a Valparaíso y me escabullí en un húmedo cine lleno de pulgas. Yo era el único espectador de La Carretera de John Hillcoat. Parece que las armas nucleares habían destruido el planeta. Sólo sobrevivían almas errantes y recuerdos suspendidos en la memoria.
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