(crónica)
CINE DE ANTAÑO
por Aníbal Ricci
Una vez fuimos al
Biógrafo a ver una película de un tal Patrice Leconte. El Marido de la
Peluquera, se componía de pequeñas anécdotas que definían a sus personajes.
Mathilde y el esposo vivían día y noche entre perfumes, mirar por la ventana y
bailar danzas árabes, felices dentro del universo de la peluquería. Veían pasar
por la ventana sólo lo que querían saber del mundo exterior. Mathilde, en
secreto, pensaba que la felicidad y el amor no podían ser eternos. Temía que la
alcanzara la vejez y perder el atractivo para su esposo. En el fondo era tan
feliz, no quería que el tiempo lo arruinara todo. Se creía incapaz de
soportarlo y por eso se lanzaba a las turbulentas aguas de un río.
El final era impredecible. Te dejaba
marcando ocupado, con los ojos pegados en los créditos buscando al que había
compuesto la banda sonora. No me sorprendió que fuera Michael Nyman. La música
magnífica, casi tanto como El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante. Pero
no iba a ser la última vez que escucharía ese nombre. Dos años después, Nyman
sorprendería otra vez con la melancólica partitura de La lección de Piano.
Esa noche, después de la función, con
Antonia comenzamos una animada plática. No sobre la música, sino sobre el
final, no de la película, sino de nuestra historia. El Café del Biógrafo tenía
todas sus mesas ocupadas. Discutíamos acerca del suicidio de Mathilde y a la
vez nos preguntábamos adónde ir. Yo pensaba en lo romántico de su muerte, en
tanto Antonia me hacía ver lo trágico de esa historia. Me propuso que fuéramos a un bar que quedaba justo
al lado del cine Normandie. Yo siempre lo había visto desde afuera y no me
tincaba mucho. Sin embargo, Antonia era la experta en rincones de la ciudad. Recorrimos
calle Lastarria y doblamos en la Alameda, dejando atrás el tristemente célebre
Diego Portales.
Cuando entramos al
Cuervo seguíamos discutiendo. El lugar tenía unos asientos tipo Burger Inn que
no lo hacía muy atractivo. Pero Antonia se empeñó en llevarme a través de un
angosto pasillo cuyas paredes estaban tapizadas de afiches. A cada paso, más me
daba cuenta de lo rasca de aquel sitio. Sin embargo, al final de todo ese
recorrido decadente, nos topamos con una especie de patio rural. Era en verdad
un trozo de campo en medio del centro de Santiago. Nos sentamos en una mesa con
cubierta de color terracota, al lado de un horroroso póster de Julieta de los espíritus.
Se trataba de una de las peores películas de Fellini y por cierto no merecía
algo mejor que ese amarillo afiche. Antonia siguió recordándome el final de
Mathilde, mientras yo examinaba el resto de la habitación perfectamente
cuadrada. Ahí estaban un par de ventanas ciegas con enrejado y unas calabazas
colgando. La otra pared tenía un cierre de palitos cruzados que terminaba en
una escalera de caracol. Todo súper hechizo, pero después de todo, acogedor.
Por fin le dije a Antonia que encontraba sumamente poético que Mathilde
decidiera terminar su existencia justo en el momento en que era más feliz. Pero
después de pronunciadas esas palabras, sus ojos desataron furia. Antonia se
exaltó ante lo poco realista de mi interpretación. Me miró como si hubiera
perdido el juicio y me dijo que lo que había hecho Mathilde no tenía nombre. Agregó
que nadie, estando enamorado, somete a su pareja a vagar por una vida de
recuerdos. Nadie es tan cruel ni tan egoísta. Me lo dijo con tanta convicción y
tan enojada, que no fui capaz de contradecirla. Sólo le di un beso para que se
calmara y luego reconocí su punto de vista. No sé porqué se había tomado tan a
pecho el suicidio de Mathilde, si no era más que la trama de una película.
Recién ahí percibí la música ambiental. No era de un casete determinado, sino que
tenían sintonizada una radio cualquiera del dial. Se acercó el mozo y le
pedimos un par de coca-colas. Nos pusimos a leer la curiosa carta montada en
una estructura de plástico y nos dimos cuenta que los precios eran botados de
baratos. Pedimos un par de sándwiches y papas fritas debido a que la discusión
nos había abierto el apetito. Cuando el mozo nos trajo las bebidas, Antonia me
había sumergido en otra de sus historias. Me contaba que los relojes antiguos y
más finos tenían el número IV romano con cuatro palitos en vez de un palito y
una V. Le dije que estaba
mal y me relató la historia. Resultaba que un rey de la época medieval había
mandado hacer un reloj a un relojero suizo. Este último se había equivocado y
en vez de poner IV,
había dispuesto IIII en
su lugar. El rey se había molestado tanto con el error, que le mandó cortar la
cabeza. Cuenta la leyenda que sus compañeros de oficio, horrorizados ante tal
injusticia, comenzaron a hacer todos los relojes con cuatro palitos a partir de
ese día. La historia era emotiva como tantas otras que brotaban de la boca de
Antonia, pero había que leerle los labios para no perderse en la vertiginosidad
del relato. Su boca adquiría vida propia y te veías en la imperiosa necesidad
de besarla. Era la manera en que Antonia me tenía embrujado. No me daba cuenta de
cómo pasaba el tiempo. Llevábamos tres horas conversando cuando vi la hora en
mi horroroso reloj de cuarzo. Era tarde y pedí la cuenta. Le comenté a Antonia
que era agradable que los mozos no te molestaran, a pesar de que nos habíamos
comido los sándwiches hace más de una hora. Eché un último vistazo al lugar.
Las paredes, el piso, los afiches y las calabazas eran color amarillo. Un poco
oscuro, pero, así y todo, tenía un no sé qué cálido que te invitaba a
conversar. El aire decadente de sus afiches cinematográficos iba muy a tono con
el polvoriento Normandie. Más que por sus viejas butacas, era famoso por las
quemas de películas. Su proyector era
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