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ADIÓS

                            (crónica)

 



ADIÓS

por Aníbal Ricci

 

Estoy sentado tomándome un café en el Paseo Drugstore. Curioso nombre para un centro comercial. Recuerdo que en Copiapó vendían remedios en las botillerías y en las farmacias expendían drogas. Algo así ocurría con este paseo que en las noches se atiborraba de traficantes. Al amanecer sólo servían café y tostadas. El punto de reunión para vender mi tercer libro del día. Con parte de ese dinero me desplazaría a la Plaza Ñuñoa y almorzaría en Las Lanzas. Si todo fluía, vendería otro libro y me tomaría una cerveza. Mi padre llama por teléfono para avisarme del funeral. De inmediato regreso a casa, me ducho y busco algo más formal. Hace años que dejé de usar corbata y plancho camisas sólo en ocasiones especiales. Viajo en colectivo al edificio de mis padres, bajamos al subterráneo y emprendemos rumbo al entierro. El cortejo es diferente a lo habitual. Hay un bus repleto de gente enarbolando banderas. Los lienzos de color azul compiten con el cielo. El cariño de la gente es tan intenso como el dolor de Ana. Mis sobrinos permanecen fuertes para no demoler aún más a su madre. La carroza se llena de flores y el ruido inunda las calles de El Bosque. Las bocinas permean este barrio popular que sale a despedir a mi tío. Avanza la caravana de autos y micros en dirección al Cementerio Sacramental. Es un jardín pequeño en comparación a otros. Un jardín a escala humana que puede ser recorrido a pie. Es el fin de un viaje que siempre estuvo esperando este día. La gente nos acompaña celebrando una vida de goce. Luis Carreño fundó clubes deportivos y se distinguió como fotógrafo. Los vecinos respetan el significado que dio la muerte a su andar por este mundo. Muchos nacimientos y bautizos fueron retratados por su trabajo. En cámaras antiguas con película que debía ser revelada. Celebró matrimonios y segundas nupcias. Compartió con el barrio alegrías y también momentos de tristeza. Ahora otros se encargarán de retratar su partida. Mi tío Lucho formó una familia y educó a sus hijos. Disfrutó el amor de Ana y con ella dieron vida a un proyecto trascendente. Escalaron hasta ver los frutos que aguardaban en cada cima. Las lágrimas son de agradecimiento: los vecinos reconocen una tarea bien cumplida. En vida ayudó a construir canchas de fútbol para alejar a otros hijos de las drogas. Fue una persona decente, una ola que hoy vuelve al océano. El amor no desapareció con el último aliento; ya había vencido a la muerte durante su estadía en la tierra. Alrededor del féretro hay gran cantidad de barristas que llevan puesta la camiseta del club de sus amores. Mi tío era fanático de la Universidad de Chile; gozó en el pasado con los goles del matador Salas y meses atrás con los triunfos de Sampaoli. Debe estar contento de que le dediquen este homenaje. Se adivina su sonrisa bajo el manto de coronas y flores. Su hijo hilvana un discurso precioso antes de sucumbir a las lágrimas. Hay doscientas personas ayudándolo a sentir. Mi padre está mudo, profundamente afectado por la muerte de su único hermano. Los mariachis entonan canciones a todo pulmón. Los cuatro músicos impiden que la pena invada el camposanto. Interrumpen el silencio con rancheras de Pedro Vargas. Al terminar su repertorio, el cantante dispara tres fogueos al aire. Los deudos intentan contenerse, pero sólo afloran sus llantos bajo los rayos del sol. Ana se ha quedado sola y me hinco para acompañarla en el adiós.


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