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ULTRAMÁN

                              (crónica)

 


ULTRAMÁN

por Aníbal Ricci


Recuerdo nítidamente los primeros viajes. Llegar pedaleando a plaza Egaña constituía toda una hazaña. Se lo hubiera contado a mis padres, pero seguro me habrían regañado. Según ellos, andaba por los contornos de plaza Ñuñoa, lo cual en parte era cierto, ya que muchas veces dejaba mi bicicleta en la cancha de adoquines y jugaba fútbol con los otros niños del vecindario. En ocasiones dábamos vueltas a la manzana con mi vecino. Su mamá y sus abuelos vivían en el edificio de al lado. Solíamos jugar con sus juguetes electrónicos y en las tardes veíamos Robot Gigante y Ultramán. Siempre me invitaban a tomar once (en mi casa se la saltaban haciendo once-comida) y disfrutaba de la comodidad de los sillones de los abuelos de Cristián. Eran tan confortables que realmente daban ganas de ver televisión. Mi casa en cambio tenía un enorme patio donde mi papá instalaba una piscina de plástico en los veranos. Nos zambullíamos con mi hermana, pero con Cristián preferíamos subirnos a los árboles. Era un sitio exclusivo donde ella no podía alcanzarnos. Trepábamos a lo más alto del damasco o el nogal y nos burlábamos de ella. Casi todos los días subíamos a las panderetas que rodeaban mi casa y saltábamos a un colegio abandonado. Recuerdo la primera vez. Nos costó un mundo traspasar ese tremendo muro. El abandono del lugar era evidente. Estaba lleno de desperdicios. Nos encontrábamos en lo que debía ser el patio principal y la maleza nos hacía sentir en medio de un campo de trigo. Nos abrimos camino hasta llegar a una construcción. Las puertas y ventanas cerradas y los vidrios pintados de blanco nos impedían ver hacia dentro. Con Cristián nos miramos y quebramos una ventana con una piedra. Uno de nosotros accionó el picaporte y entramos a un espacio donde el suelo crujía. Cada una de nuestras pisadas producía ruidos que rebotaban en las habitaciones vecinas. La mayoría parecían salas de clases, pero también había un corredor muy angosto que conducía a la oscuridad. No intentamos aventurarnos en aquel rincón de ecos extraños. Retrocedimos hasta la escalera que se empinaba a partir del vestíbulo. Subimos despacio mientras rechinaba cada escalón. Llegamos a un segundo nivel y todo el piso estaba notoriamente inclinado. No se podía estar de pie porque uno se resbalaba hacia las ventanas. Sentimos un ruido en la planta baja y nuestros corazones estuvieron a punto de estallar. Descendimos y salimos corriendo al patio de maleza. Nos costó divisar la pandereta y sin mediar un segundo trepamos y nos arrojamos hacia el otro lado.

 

Por aquel entonces conocí a los mellizos, compañeros de colegio que me llevaban un año de ventaja. Los visitaba en bicicleta debido a que ellos nunca salían de casa. Pasábamos tardes enteras viendo televisión o jugando con su colección de autitos Matchbox. Yo solía ser blanco frecuente de sus bromas. Se comportaban como adultos y regañaban a la nana de forma más enérgica que sus propios padres. Tengo buen recuerdo de las onces que compartíamos, no tanto por la comida, sino porque siempre había lugar para los más variados temas. Pocas veces salía con ellos a andar en bicicleta. Tenían unas Caloi que para mi asombro venían equipadas con frenos de moto. Eso les daba mayor maniobrabilidad que las que frenaban a pedal, aunque por otro lado tenían un asiento bastante incómodo. Lo cierto es que dábamos vueltas por las calles del barrio y a veces incluso me acompañaban hasta mi casa. Reanudé con ellos las visitas a la casa abandonada (Cristián se había ido a Panamá). Con linternas y bajo la lluvia ingresamos en medio de la oscuridad. Nos asustábamos entre nosotros mismos al iluminarnos las caras. Acampamos al interior del colegio y nos sentimos valientes mientras compartíamos bebidas y galletas. Todas las noches nos juntábamos a contar historias. Una especie de club al que de a poco fueron llegando nuevos integrantes.

 

Un día se nos ocurrió llevar velas. Permanecimos hasta las nueve de la noche y en medio de nuestras conversaciones, apareció un hombre que nos espantó agitando un manojo de cadenas. Quedamos petrificados ante el gigante. Dejamos los víveres y nos precipitamos tras el muro. Siempre supimos que algo ocurriría en ese oscuro corredor y por mucho tiempo evitamos ese rincón que ocultaba nuestros miedos.

 

Si algo nos quedó claro luego del episodio de las cadenas fue la pérdida de nuestra sede. Buscamos por todos lados hasta que el Pancho (el último en integrarse al club) nos facilitó una pieza atrás de su casa. Al lugar se podía acceder trepando los muros del fondo de mi patio. Con los mellizos podíamos entrar al escondite incluso en ausencia del vecino y durante unos meses se convirtió en nuestro centro de operaciones. Pagábamos cuotas con el fin último de hacer convivencias. El Pancho abusaba bastante de su cargo y se transformó en un jefe maldito. Mandaba traer tablones desde mi casa y en general nos dedicábamos a trabajar mientras él nos dirigía. Los mellizos se dieron cuenta de que los gastos eran menores que el monto de las cuotas. El papá de Pancho nos regaló un tocadiscos portátil donde resucitamos viejos éxitos. Las convivencias eran amenizadas por Neil Sedaka. El mayor logro que podíamos experimentar era escuchar esa música a espaldas de los adultos. Convivimos en relativa paz hasta que el Pancho nos robó demasiado y los mellizos decidieron hacer su propio club. Donde sus padres había una casa prefabricada en el patio trasero. La pintamos y pegamos afiches en las paredes. Pero algo no funcionó esta vez. Nuestros intereses habían cambiado y cada uno emprendió rumbos diferentes.


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