(crónica)
TERCIOPELO AZUL
por Aníbal Ricci
Nunca supe la
verdadera razón del fin de lo nuestro. Sospechaba algo, aunque no estaba
seguro. Había pasado un año y una especie de obsesión me perseguía. Simplemente
quería conversar y curarme la rabia que llevaba dentro. La ocasión para
visitarla fue su cumpleaños. Se sorprendió al verme, pero se tranquilizó al entender
que mi intención era pacífica. Andaba con pantalones de cotelé y su clásica
polera a rayas. Se veía más angelical de lo que recordaba, con su pelo rubio
cayendo sobre sus hombros. Estuvimos conversando un rato y de inmediato
descubrí que no le guardaba rencor. La causa de la ruptura ya no era
importante. Ni siquiera hablamos del tema. Sólo me dediqué a pasarlo bien, compartiendo
con el resto de los invitados. Elegí un rincón y me fijé en las amigas de Anita.
Una de ellas se llamaba Antonia, pelo oscuro, no muy largo y tez blanca como la
festejada. Cuando las vi juntas noté que eran muy cercanas, cuestión que no
sospechaba realmente. Anita dejaba que otros se adueñaran de la situación;
Antonia en cambio tenía una voz contagiosa y de sus labios surgían imágenes,
como si estuviera contando cuentos de hadas. Era increíble el poder magnético
de sus labios y debo confesar, yo no era el único encantado de escucharla. Hablaba
a mil por hora. Uno seguía la melodía, pero no la letra. Sus jeans holgados y una
chomba negra ocultaban su figura. Sus manos eran delgadas y no usaba maquillaje.
Me reí al imaginarla como una muñeca de porcelana de clásicos ojos tristes. No
crucé palabra con ella, me dediqué a observarla. Era bellísima. Sus historias
me hicieron recordar algunas películas que había visto. Me había convertido en
un asiduo visitante de los antiguos cines de la capital. Me dejaba caer, ya
fuera en el Normandie, el Biógrafo o en Sala Espaciocal, una o dos veces por
semana. Solía ir con Juan o José Miguel, mis amigos de la universidad. Era un
agrado ver una película, para después, a la salida, conversarla con un schop. A
veces iba solo debido a que no había quórum para los cineastas rusos. Antonia
evocaba esas historias completamente ajenas que había visto en salas casi
vacías. Poco a poco fui seducido por ese mundo, en cierto modo, anhelando
extrañas atmósferas como las de «Terciopelo azul». David Lynch tenía una manera retorcida de narrar historias. Fue
extraño verme atrapado en esa experiencia voyerista. Me transformé en Jeffrey
Beaumont, el sujeto de clase media, que de a poco se va sumergiendo en un mundo
paralelo de perversión. Me vi rodeado de los tonos azules y rojos del departamento
de Dorothy Vallens. Los ojos de Jeffrey se transformaron en los míos. Observé a
hurtadillas desnudarse a Isabella Rossellini y disfruté con los juegos
sadomasoquistas del mítico Dennis Hopper de «Buscando mi destino», encarnando
esta vez al sicótico Frank Booth. Mucho después de conocer a Antonia, vería
otra película de un muchacho solitario. «No Amarás», del polaco Kieslowski.
La vi con Mariana, a quién conocería un año más tarde. Esas imágenes
surrealistas del catalejo me identificaron de alguna forma, aunque no formó parte
de mis recuerdos de esa noche frente a los ojos azules de Antonia. «Betty blue» también acudió a mi memoria. Una francesa que disfrutaba a concho su
vida. Los primeros minutos partían con la mejor escena de sexo que había visto.
Sufría algún trastorno mental que la hacía vivir cada minuto como si fuera el
último. Se pasaba de revoluciones y estallaba en ataques descontrolados que entristecían
al hombre que la amaba. No lo supe cuando la conocí, pero esas mujeres fatales
tenían una conexión con esta otra mujer que seguía hablando, sin parar, a los
amigos de Anita en su fiesta de cumpleaños.
«El
cocinero, el ladrón, su mujer y su amante», un título largo para una película llena de significados. Peter
Greenaway tenía una obsesión con los colores y su película era muy sensorial.
El azul iluminaba el estacionamiento donde se cometían atrocidades; el blanco
revestía el baño que supongo representaba al cielo; la cocina era verde, color
del semáforo que daba su aprobación a los platos del menú; y el restaurante era
rojo, señal de indudable peligro. La historia carecía de importancia y
obviamente, el ladrón se comía al amante, que había sido previamente cocinado
por la mujer con ayuda del cocinero. La mujer, pese al miedo que sentía frente
al marido, dejaba fluir su voluptuosidad para conquistar al amante. Quizás esas
mujeres de la pantalla me seducían porque tenían una historia que contar.
Deseaba ser espectador de una genuina mujer, de las que uno se enamoraba de
verdad.
Esa noche me
despedí de Anita sin que Antonia se percatara de mi existencia. Una semana después
volví a su casa con la intención de conseguir su teléfono. No solo eso; también
obtuve su dirección. Creo que la llamé a mitad de semana, un poco para que
supiera quién era yo. No me iba a aparecer por su departamento corriendo el
riesgo de que no se acordara de mi cara. Esa conversación telefónica me sirvió
para saber que Antonia era muy observadora. Me individualizó perfectamente y
las señas que dio de mí eran bastante acertadas. En esa llamada no formalizamos
nada. Sólo acordamos hacer algo el fin de semana.
Yo me adelanté
a esa supuesta primera cita. Una tarde, después de clases, tomé mi bicicleta y
rondé por donde vivía, el departamento de calle Jaramillo, en medio de decenas
de edificios, uno al lado del otro. Me sentí insignificante y un poco amedrentado
por el lugar. Era un poco patético deambular en bicicleta, en un lugar donde
todos se movilizaban en auto. Incluso el hecho de llegar transpirado, luego de
pedalear desde Ñuñoa a Vitacura, no parecía ser una gran carta de presentación
para alguien que quiere impresionar a una chica. Me parecía la manera más fácil
de entablar una conversación inicial, puesto que hablar por teléfono jamás
había sido mi fuerte.
Toqué el timbre
y Antonia bajo de inmediato. En el antejardín del edificio intercambiamos
nuestras primeras palabras. Ella lucía encantadora. Temía que fuese media
cuica, por su modo de ser extrovertido. Pero me llevé una sorpresa al
percatarme de su interés por conversar conmigo. Me avergoncé muchísimo por mi
carga de prejuicios. Ella estaba sorprendida de que hubiese llegado en
bicicleta. Sus ojos azules eran más expresivos al ser iluminados por la luz del
día. Hubiese dado cualquier cosa por no estar parado en short y polera delante
de aquella mujer de cejas tupidas, cuya miraba transmitía una calidez que
invadía todo a su alrededor. Me sentía desnudo ante su mirada, mientras me
conversaba de sus clases de turismo y de su amiga Anita. Habían sido las
mejores amigas del colegio. Durante los meses que estuve con Anita, ella jamás
mencionó a Antonia. No seguimos hablando de Anita por razones obvias. Resultaba
extraño estar conversando con la amiga de una exnovia. Me dio gusto saber que
le gustaba el cine. No era fanática, pero mostraba sensibilidad por las
imágenes. Las escenas que comentaba se instalaban con facilidad en mi cabeza.
Noté intimidad en su voz y volví contento a mi casa.
La pasé a
buscar en el auto de mi padre. La esperé en el living, sentado en un sofá de
cuero muy cómodo. Hubiese jurado que no había nadie; incluso Antonia no hacía
ruido desde su pieza. Cuando estuvo lista para salir, noté que su belleza tenía
un toque de elegancia. Llevaba puesta una chaqueta de cuero que la hacía ver
sumamente flaca. Fuimos al cine Tobalaba a ver «Corazón salvaje», de David Lynch. Antonia no la había visto, pero confió en mi
criterio. Era más experimental que «Terciopelo
azul». No se desarrollaba en base a
la acción, sino más bien, en torno a las distintas emociones que experimentaban
los protagonistas. De hecho, Lula y Sailor, sólo funcionaban a partir de la
pasión que sentían el uno por el otro. Estaban dispuestos a ir en contra de la
madre celosa, los mafiosos y cualquier obstáculo que se les cruzara por delante.
Como diría Juan Pablo II, el amor es más fuerte. Una película extraña
porque el amor era idílico, incluso algo infantil y ese embrujo se contraponía
a los ambientes sórdidos en que se movían los personajes. Incluso la música
alternaba románticas canciones de Elvis Presley con otras tremendamente
metaleras cargadas de furia. Debo reconocer que no era la mejor elección para
una primera cita. Yo la encontré romántica y erótica a la vez, aunque el
lenguaje empleado por Lynch estaba cargado de violentas imágenes que a Antonia
no le gustaron.
Para pasar el
mal rato a que la había sometido, le pedí que eligiera un lugar para conversar.
Ella no dudó en cruzar la avenida y entrar a un lugar que desplegaba un neón
azul con la palabra «bar». Atravesamos un par de
puertas antiguas, con pequeños vidrios, a través de los cuales no se veía nada.
Antonia comentó que estábamos en el Liguria. El lugar me sorprendió. Jamás
pensé en toparme con un bar tan tradicional en medio de Providencia. Otro
mundo. Una máquina del tiempo, para ser exacto. La barra alta amenazaba con
tener tantos años como los retratos en blanco y negro que colgaban de las
paredes. También había fotografías de películas antiguas. Aparecían actores
famosos que te hacían sentir parte de su mundo. Nos sentamos en una mesita para
dos personas, dispuesta junto al muro. Ella seguía insistiendo que la cinta de
Lynch era morbosa y que le había alterado los nervios, mientras yo defendía su
maestría para expresar emociones. No nos pusimos de acuerdo, como tampoco lo
haría con Claudia, compañera de colegio que me invitó al mismo cine muchos años
más tarde. Fue la primera vez que me puse a discutir con una mujer. Antonia no
dejaba de ironizar acerca de «Corazón
salvaje», una pésima elección,
aunque pensándolo bien, estaba fascinado con la intensidad con que Antonia defendía
su punto de vista. Era cosa seria cuando se disgustaba y esa fuerza, lejos de
ahuyentarme, terminó por conquistarme.
En el auto me
comentó que su hermano era esquizofrénico. Había culpa en esa confesión. Lo
sentí como un intento de alejarme de su lado. Una forma de decirme que también
podía serlo. Fue extraño, porque esa vulnerabilidad me provocó ternura y le di
un beso en la boca. Nos despedimos con otro beso, sin que mediara una sola
palabra en el camino a su casa.
Un restorán de
comida brasilera, recomendado por mi amigo Juan, fue nuestro primer punto de
encuentro. No tenía letrero y era el único sitio para comer en Tobalaba. Desde
la avenida se advertía un tinte amarillento tras los cristales, única forma de
dar con el lugar. La luz provenía de unas lámparas de aceite posadas sobre las
mesas. La penumbra que reinaba en su interior era completada por música muy
sensual. Recién cuando nos trajeron la carta, nos enteramos del nombre del
restorán: Agua Na Boca. Unas hamacas acercaban el techo a nuestras cabezas.
Pedimos caipirinhas y unos sándwiches gigantes con ingredientes exóticos.
Hablamos de un montón de cosas. Me dijo que estudiaba Turismo porque quería ser
auxiliar de vuelo. Yo encontraba increíble que tuviera tan claro su futuro
laboral. Yo en cambio, no me imaginaba trabajando en ningún lado. El fondo del
asunto es que le gustaba viajar y conocer gente. Por eso le gustaba tanto el
cine, la forma más económica de volar a otros países. Estuvimos largo rato
recorriendo nuestras películas favoritas, mientras me deleitaba en contemplar
su boca. De nuevo surgían escenas que yo recordaba perfectamente, pero que en
sus labios volvían a crearse por primera vez. Su sonrisa esquiva me desarmaba
por completo. Me convertía en un niño balbuceante que apenas podía articular
algún piropo. Ella me embrujaba con oraciones cargadas de musicalidad. Su voz
era dulce como la más dulce de los monitos japoneses. Esperé
largo rato el momento adecuado y dejé a un lado las palabras. No podía competir con su arte. La besé
intentando beber una gota de su encanto.
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