Dirigida por Darius Marder
©Aníbal Ricci
Este guion se preocupa de cada detalle, es un casete en la era de los CDs, ningún rango de sonido se pierde en esta película analógica. No es que se vea bien o que suene bien, el montaje de hecho es muy pulcro, pero el conjunto será muy bien ecualizado.
Diálogos importantes cuando no muchos (las palabras que el baterista le dedica a su pareja en casa del padre son un buen ejemplo), contrapicados que no apuntan a los personajes, sino a la copa de los árboles, a las nubes que se desplazan con el lenguaje del silencio. Imágenes que manifiestan su propio sonido, una realidad que siempre estuvo al alcance, esperando que el espíritu logre apreciarlo.
Detalles sensibles se despliegan en esta película que avanza sin prisas, que le dan cuerpo a una trama no menos importante. Hay simpleza en los acontecimientos, serán tropiezos, pero fluyen como una respiración. Actuaciones impecables, donde se distinguen emociones en cada pequeño gesto, en ausencia de las palabras.
Un baterista pierde la audición en la previa de un concierto. Lou toca la guitarra y el rock experimental se desliza en fraseos desgarradores al ritmo frenético de Ruben. Se produce el desfase entre las imágenes y la ausencia de sonido, la pérdida del oído es dramática para un músico.
Darius Marder priva al espectador del audio, lo atenúa y lo hace desaparecer. La alternancia de los sonidos reales y los del mundo del protagonista nos sumerge en la mente de Ruben, vivimos su experiencia sensorial con cierta angustia, pero el director jamás se compadecerá del baterista. Lo deja soltar su rabia en silencio y al espectador lo somete al tenue sonido del viento sobre la hierba. Esa alternancia del montaje de sonido es delicada, no se trata de una inmersión forzada.
La vida continúa, Ruben quiere seguir de gira, pero Lou entiende que su pareja necesita ayuda, todo transcurre muy rápido y el baterista debe ingresar a una comunidad de sordos a aprender el lenguaje de señas.
El director del lugar las oficia de maestro, debe hacer que Ruben encuentre esa paz que le fue esquiva durante sus años de drogadicción.
Lou no puede permitir que Ruben arruine su vida, esa vida precaria de una Lou que se infringe cortes en los brazos. La música les entregó equilibrio y belleza a sus vidas y el director deberá prescindir de ella en la búsqueda de un nuevo equilibrio.
Dos personas con carencias emocionales no pueden ayudarse en esta coyuntura, antes la música y una caravana les brindó un lugar para permanecer lejos de las adicciones. Lou también encontró a Ruben en ese cruce de caminos, pero ahora la música no es parte de la ecuación y Lou deberá dejar solo a su pareja.
Luego de una intervención quirúrgica, Ruben percibe nuevos sonidos, muy distintos a la música, son sonidos metálicos donde si se esfuerza distingue las palabras de los demás. Pero la vuelta de esta audición cerebral no trae consigo el silencio. Ahora todo es un ruido continuo que lo aleja de sí mismo. Ni siquiera puede disfrutar de las campanadas de una catedral.
Recostado junto a Lou, en casa de su padre, Ruben comprende que ella no volverá a su antigua vida nómade. No sólo su audición ha cambiado, también su manera de observar el mundo, entiende que Lou era parte de su antigua vida.
El director deja que el silencio haga su magia. «Me salvaste la vida», le dice a Lou, «lo hiciste hermoso». Ambos supieron aprovechar esa oportunidad, pero la vida sigue su curso y todo está bien.
El guion de Darius Marder nunca cae en sensiblerías, la escena dura lo suficiente y al otro día Ruben camina por las calles observando otras calles, otras encrucijadas que deberá enfrentar. La cámara le da la espalda y lo encuentra sentado en una banca, el ruido del metal de las campanas no le deja apreciar las nubes y los árboles, se quita los audífonos y unos hermosos planos fijos devuelven la coherencia a su mundo.
Descansa, sus ojos se pacifican y el director nos obsequia un primer plano cargado de paz.
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