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THE FATHER (2020)

Dirigida por Florian Zeller

 

 ©Aníbal Ricci

*Ensayo basado en este artículo publicado en Revista Occidente N°517 Junio 2021.

 

Adaptación de la obra teatral homónima, cuyo autor es el mismo director de la cinta, que también firma como guionista. El control sobre el material es total, destacando su cinematografía, que impone códigos más propios del cine.

 

Observaremos cambios paulatinos en la estética ambiental, así como distintas estrategias en los tiros de cámara, que tienen en el lento paso del tiempo su eje inexorable.

 

El director en un comienzo recurre a planos fijos sucesivos a la manera del ruso Eisenstein, para dar cuenta de un vacío que se ha producido en el departamento. La idea de que el espacio físico observa el deterioro del protagonista desde todos los ángulos es un acierto que presenta matices interesantes.

 


Anthony (interpretado por Anthony Hopkins), un anciano octogenario que al parecer era muy vivaz y autosuficiente, comenzará a perder paulatinamente sus facultades mentales producto del Alzheimer. En un amplio apartamento vive con Anne, su hija y Paul, la pareja de ella.

 

El punto de vista es muy nítido: la mente extraviada de Anthony será la protagonista, a veces conversa con personas que no están presentes y en otras las pláticas cotidianas esconden rumbos de irrealidad alterna respecto de su hija, que ya no recuerda si está divorciada o si le dijo que se mudaría a París. Su grado de extravío le hace percibir con otro rostro a Paul, siendo éste consciente de ello. A veces lo violenta e incluso lo golpea para que deje a la hija apartarse de su yugo.


Anthony observa a Paul, pero al parecer a veces lo confunde con otra persona, escucha sus palabras desde distintos ángulos o momentos, y teme que Anne y él lo quieran echar de la casa. Lo embarga ese sentimiento de estar siendo excluido de sus vidas.

 


Repite comportamientos habituales como vestirse, ver la hora a cada rato, revisar las repisas de la cocina, varias veces en el día, con el objeto de confirmar su realidad.

 

Anthony recorre unos pasillos cada vez más laberínticos y claustrofóbicos, el director introduce travellings que se asemejan a los de una película de terror.

 

La música clásica suena cada vez más omnipresente y diáfana, insinuando que el tiempo corre más lento.

 

Anne contrata a una cuidadora (Laura) que Anthony confunde con su otra hija. Ya ni siquiera recuerda que murió en un accidente. Intenta ser encantador con ella, actuando para aparentar normalidad, pero luego viene la extrañeza y en un cambio brusco de humor, comienza a insultarla.

 

 

Insiste en que el departamento es suyo y no entiende porqué hay gente desconocida, ha extraviado su reloj y sospecha de Paul como antes de otra cuidadora.

 

El departamento empieza a cambiar, desaparecen los cuadros, el agua gotea de la llave hasta que el tiempo se detiene y la casa se vuelve oscura.

 

Despierta de un sueño, lo llama Lucy y la sigue por los pasillos, escucha su voz, abre un armario y se encuentra deambulando por otro pasillo: en el hospital su hija está tendida en una camilla con el rostro lleno de heridas. De día, confirmará que detrás del armario sólo hay ropa.

 


La mente le juega malas pasadas y de pronto la cara de la cuidadora ya no se parece a Lucy. Ella lo consuela en su habitación, Paul y Lucy son empleados de la residencia de ancianos. Recuerda que su madre (su hija, corrige la enfermera) ya no lo va a visitar, llora, quiere que lo lleve a casa, ya no sabe que pasa en realidad.

 

Le recuerda que su hija viene algunos fines de semana. La mente de Anthony sigue dentro del apartamento y no recuerda el momento en que su hija lo trajo al asilo.

 


Continuamente entra y sale de recuerdos, de conversaciones donde Anne sigue casada, una y otra vez, un verdadero puzle donde las piezas cambian de lugar constantemente.

 

La película es muy honesta al representar a un anciano enfermo, mostrándonos sin tapujos la historia del derrumbe mental de este hombre. Hay casi total ausencia de sentimentalismos y sobre explicaciones moralistas o intelectuales, se agradece tal como ocurría en Amour (2012) de Michael Haneke, aunque la película de Florian Zeller matiza con flashes luminosos, no siendo tan oscura como la del austriaco.

 

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