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TYREL (2018)

 Dirigida por Sebastián Silva 

©Aníbal Ricci

 Una gran pista que da el director es titular Tyrel a una cinta que se refiere a un personaje de nombre Tyler.

 

¿Sebastián Silva se equivocó? Definitivamente, no. Desde un comienzo, nos avisa que a nadie le interesa la vida de Tyler, un negro infiltrado en un grupo de blancos, un católico desubicado entre puros protestantes.

 

El grupo de amigos celebra el cumpleaños de uno de ellos en una cabaña remota, donde el paisaje nevado está invitando a congelar las emociones del espectador y durante cincuenta minutos nos hará divagar entre conversaciones sin importancia.

 

 



No hay que ser muy astuto para advertir que Tyler es el único sujeto de color y que además es el único que no conoce a los demás (salvo a su amigo Johnny).

 

La primera noche transcurre entre fanfarronerías sexuales, chistes homofóbicos y cuestiones por el estilo, el tipo de cosas que se insinúan entre amigos cercanos, cada uno en lo suyo, sin prejuicio alguno, uno es amable, otro payaso y el dueño de casa no se enoja por nada. Proponen juegos de roles, hablar sin saber, absolutamente nada para ser tomado en serio.

 

El espectador espera que vengan los chistes de negros, los cuchicheos, las situaciones incómodas, pero nada de eso ocurre. Estos blancos parecen buenas personas.

 

Recién en el minuto cincuenta, nos enteramos que el director está por sobre nosotros y nos ha ocultado un secreto: en su película no pasa gran cosa, beben, se emborrachan, fuman hierba, hablan de política y religión… queman cuadros de Jesucristo.

 

En la tierra de aquí no pasa nada, las reglas las pone la mayoría blanca protestante. No son sujetos racistas, ni homofóbicos, simplemente hacen lo que les da la gana. Están a sus anchas y cualquier cosa que digan o hagan la sabrán amortiguar.

 

Es Tyler el que vive en tierra ajena y por ende es Tyler el racista. ¡Qué tesis más incorrecta políticamente hablando!

 

El director se la ha jugado.

 

Nos ha engañado, pero con un objetivo claro: que pensemos lo que es vivir en un país donde todos hablan otro idioma (sentido figurado), donde la libertad personal permite ofender a quien tienes en frente.

 

 


En la película no hay conflicto externo, sino que transcurre íntegramente en la mente de Tyler. Representa a la minoría y es el único personaje que se ofende. Tyler nunca exterioriza su malestar, sólo se aleja del grupo y va a incomodar a unos vecinos donde el dueño (otro negro) lo echa de su casa por ebrio.

 

Siempre es Tyler el que está fuera de lugar. Su racismo es la herencia de cientos de años de esclavitud, algo que ocurrió en el pasado, pero las reglas de los amigos son de un grupo de blancos, por extensión las leyes del país han sido escritas por ellos durante siglos.

 

La cámara al hombro nos interna aún más en la experiencia sensorial de Tyler, toda la película es un incómodo paseo en la mente de un negro, más encima católico. Es una travesía que implica un tremendo gasto de energía por encajar en un mundo pensado para otros, donde pareciera que el alcohol es la única manera de encajar.

 

 


La tesis que trabaja Sebastián Silva es de alto vuelo y la experiencia inmersiva destila talento narrativo para transitar por diferentes estadios personales en medio de la algarabía de una reunión social. El gran aliado del director es la cámara subjetiva y obviamente la calidad interpretativa de Jason Mitchell.

 

Es una película muy técnica, el punto de vista lo es todo.

 

Sebastián Silva buscó mantenernos fuera de lo confortable, en la mente de una persona de color que vive en Estados Unidos. Un lugar donde todo lo que sucede incomoda a Tyler, que para este grupo de amigos bien podría haberse tratado de Tyrel.

 

La jaula mental de Tyler es Estados Unidos.

 

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