Dirigida por Carlo Mirabella-Davis
©Aníbal Ricci
Publicada en Revista Occidente N°512 Diciembre 2020
De estructura clásica, con un conflicto que se va resolviendo gradualmente, una última escena, donde la protagonista abandona su vida pasada, devela un desenlace algo controversial, una apuesta feminista que transcurre en un baño de mujeres y que emociona de buena manera, cuando entendemos la compulsión de la protagonista y empatizamos con su decisión.
Hunter está casada con un exitoso hombre de negocios, vive una vida perfecta agradando tanto a su marido, suegros y amigos de la empresa. La estética nos sitúa en los años 50’ (la paleta de colores acentúa los tonos pasteles) aunque es para darnos a entender que Hunter vive una ilusión, algo televisiva, la verdad es que la acción transcurre en nuestra época.
Es importante dentro de esa pulcritud, la casa con amplios ventanales y la vista privilegiada hacia el río Hudson. Hunter no trabaja, hace los quehaceres domésticos y incluso pasa la aspiradora luciendo impecable. Conmueve la vulnerabilidad que transmite la actriz (Haley Bennett) cuando en una cena con los suegros la ningunean y la dejan hablando sola. Ella proviene de otro estrato social y su belleza es un adorno en la vitrina de su esposo.
Hunter vive una vida prestada, ha quedado embarazada y un comentario de la suegra la cuestiona al punto de ponerse a leer un libro de autoayuda: «debes atreverte a experimentar cosas nuevas».
El espectador intuye que la compulsión con los objetos tiene algún origen sexual, pero la película dará un giro y su comportamiento es más bien debido a una falta de arraigo familiar. Hunter conoce un suceso desgraciado que afectó a su madre y el cariño que ella le prodigó siempre estuvo marcado por ese evento.
El marido (Richie) está preocupada por el deterioro mental de Hunter, pero está más preocupado por el hijo que espera. Internarla en un hospital psiquiátrico, parece la opción lógica para salvar al bebé, la distancia emocional de la madre se repite a través del comportamiento de Richie, que actúa según piensan sus padres.
Hunter escapará por el bosque y se arriesgará haciendo autostop. Arrienda un cuarto en un motel, comienza a expresarse por sí misma y recién ahí decide confrontar al victimario de su madre. Transcurre en la cocina de este último, ella lo amenaza con destrozar su vida, pero Erwin (su padre) le confiesa que necesitaba sentirse como un dios. El diálogo remece a Hunter y empatiza con el acto violento, de cierta forma, cuando Erwin le expresa que está profundamente arrepentido.
Ese diálogo es de los puntos altos, tanto actorales como por el hecho de hacernos comprender algo de la compulsión con los objetos. Hunter siente en esa revelación una especie de perdón, que de alguna manera la enfoca en su persona y le permite perdonarse a sí misma.
Decide poner fin al embarazo y al tragar la pastilla se completa nuestra comprensión de su desequilibrio mental. Algo inconsciente une el acto de tragar cosas con el de expulsar objetos, en este instante se trata de expulsar el feto de su cuerpo, de hacerse dueña no sólo de su cuerpo, sino de su persona y darse cuenta que no está dispuesta a traer un niño al mundo para hacerlo infeliz.
El guion está construido de forma impecable, un tratamiento lineal del tiempo no es impedimento para mostrarnos su visión transgresora, el visionado resulta un regalo al espectador, las escenas son limpias y el director logra que miremos este drama de una mujer como algo íntimo, en definitiva, nos instala en la mente de Hunter.
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