Dirigida por Remi Weekes
©Aníbal Ricci
Una buena película de terror, de guion sólido, que asusta al mostrar una realidad todavía más asfixiante que los eventos sobrenaturales.
Bol y Rial son una pareja que viene escapando de la violencia entre tribus rivales de su Sudán natal. Un primer plano los ubica huyendo por el desierto, sedientos, más adelante su hija caerá al mar desde una barcaza rudimentaria. La mujer (Rial) lleva una muñeca consigo, todo parece una pesadilla, mientras en la realidad una comisión determinará que les darán asilo político, por su calidad de refugiados, si cumplen unas estrictas normas.
«Somos buenas personas», responde sumisamente Bol a la comisión, y los trasladan durante la noche a una vivienda ruinosa en las afueras de Londres. La casa no es tan pequeña para dos personas, pareciera que por fin encontraron un hogar.
La secuencia de los inmigrantes cayendo al agua es dantesca, el bote avanza, mientras los cuerpos van quedando atrás, hundiéndose en las profundidades. Perfecto contrapunto a los tintes ocres del desierto, que más adelante develará sus horrores.
Desde un comienzo, Bol escucha extraños sonidos en la casa y en las grietas de la muralla asoman espectros. La mujer le dice que ha hablado con el brujo nocturno, le dijo que no pertenecen a ese lugar.
Rial sale a un control médico de rutina y en un juego caleidoscópico de la cámara, ella se pierde, habla en su idioma y unos niños también negros la despistan y le gritan que se vuelva a África. No sólo la casa los violenta, el vecindario les es completamente ajeno. A futuro, la mujer se limitará a observar el exterior oculta tras la ventana, como un fantasma de esa tierra distante.
Bol no le comunica a Rial acerca de los espectros, lo esconde e intenta calzar con las costumbres del nuevo país. Quema la muñeca de Rial cuando ella le dice que el brujo los ha seguido en su travesía por el mar. Quema sus pertenencias y va a una tienda por ropa nueva, para intentar mimetizarse con los nuevos vecinos.
Los sueños persiguen a Bol estando despierto, cierra los ojos y vuelve a las aguas turbulentas. El fantasma de su hija se le aparece por los rincones y con ella los demás inmigrantes que se ahogaron: las sombras lo acorralan. El director utiliza acertadamente los efectos de luz prendida y apagada, la luz del desierto versus la oscuridad del mar. La imaginería de los habitantes tras las paredes, imponiéndose en primeros planos, es muy eficiente y el merodear de las sombras entre muros azules (el color frío del nuevo país) termina por construir una atmósfera amenazante.
Bol les pide a los asistentes sociales (con una risa nerviosa) que los trasladen a otra casa, realizan una inspección y ven los destrozos a punta de martillo. Al vecindario hostil y la casa embrujada, se suma la indiferencia de estos inspectores que no entienden sus costumbres ni les importa su desarraigo.
Otra escena dantesca nos muestra a la pareja esquivando a las milicias de la tribu adversaria, ya han masacrado a toda la familia y se siente el olor de la sangre derramada en esos flashbacks marcados por una música especialmente dramática.
La mezcla entre la realidad incomprendida del refugiado, enlazada con las imágenes de espectros que arrastran desde Sudán, deriva en un intrincado y perturbador derrotero hacia el infierno.
Rial es la que mejor afronta los eventos sobrenaturales, el brujo (la casa) quiere alimentarse de su sangre, les reclama las muertes de la guerra tribal y de los que naufragaron en el embravecido océano.
Cuando el terrorífico brujo se abalanza sobre Bol, entendemos que los inmigrantes además de ser rechazados, traen consigo una carga de muerte simbolizada en la sangre que reclama el demonio.
Rial y Bol deberán aprender a convivir con sus fantasmas, no tenerles miedo, nada puede ser peor que las matanzas de su tierra natal. Al fin y al cabo, ser habitantes sumisos en una nueva patria inhóspita, sólo será un mal sueño que borrará los horrores de pesadillas ancestrales.
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