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ÚTERO


ÚTERO, novela de Juan Mihovilovich




Comentario de Aníbal Ricci

Juan Mihovilovich nos brinda en esta novela, el placer de surcar por su propia existencia, en una búsqueda superior, donde es tremendamente honesto al desnudar su alma y ante todo humilde, un ejercicio extraño al oficio de escritor, seres que muchas veces sacudimos nuestro ego en busca de iluminación.

El recorrido que propone nos abre los ojos para que podamos descubrir maravillados, aquello que ya sabíamos y que es parte de cada uno de nosotros. Utiliza un narrador en primera persona, sumamente intrusivo (voluble a veces) que invocará distintas voces para recorrer su experiencia de vida. Al comienzo su tono es violento y crudo (una sola interpretación de la realidad, centrado en sí mismo), pero con el correr de los años se vuelve comprensivo, quizás dirigiéndose a un nosotros, especie de segunda persona respetuosa como corresponde a su investidura de juez.

Vestirá las ropas de un Sísifo íntimo, moviendo su roca personal hacia una cima, lejana al comienzo, por caminos más intrincados que los de Camus, muchas veces desesperanzadores, no es Sísifo sino un Prometeo al que le carcomen las vísceras en su solitario ascenso, y la roca no parece subir un centímetro hasta que se posesiona de las alas de Ícaro y observa la existencia desde una altura más sabia que por ningún motivo dejará derretir la miel de sus plumas.

El útero materno es el agujero de gusano que nos vuelve tangibles, terrenales, arrojados a esta vía láctea cuyas estrellas (senos) nos nutren. Juan ama a su mujer (la extensión de su agonía), pero también la odia por su capacidad de procrear. Desearía asesinarla porque nos trae a esta dimensión de la realidad, a esta “catatonia permanente” que nos encuentra dormidos en nuestros primeros pasos.

Juan es un ser lúcido, le inyectaron altas dosis de dopamina y observa la vida desde su despertar. Intuye que “la búsqueda no puede ser sólo caminar” al lado de seres imperfectos (su padre tuerto en el futuro y su madre postrada alguna vez tuvieron la energía para obsequiarle amor), sino que se trata de una búsqueda de pequeños instantes de eternidad. Buscará poseer la humildad “para someterse a los designios de una vida inmanejable”, donde el libre albedrío “no sabe lo que se busca”. Al comienzo, vivir le parece un parto diario (la rutina), un sendero donde el sujeto sólo es interrogado por el tiempo.

Su madre lo trajo a esta realidad, en algún punto tendrá que morir y lo volverá a dejar solo. Este futuro escritor sabe que debe quedarse con los vivos y acostumbrarse a que expresen sus extravíos personales. En este punto, la memoria se abre paso entre las letras y permite que su mente efectúe saltos en el tiempo. Punta Arenas, Curepto y Puerto Cisnes sólo representan diferentes estaciones. El escritor tiene la certeza de que algún día morirá mientras oye los quejidos agónicos de su padre. Lo recuerda gallardo, pero en sus últimos momentos, ese lobo herido se ha convertido en un niño indefenso “que deambula ante un bosque desconocido”, la muerte.

La partida dolorosa, los aullidos humanos, la precariedad de la especie, la familia que se deshace, todo semeja un recorrido oscuro sin esperanzas. Sin embargo, reconoce que su padre “vino a este mundo a servir, a edificar los cimientos de una casa”. Pero Juan se encuentra solo otra vez, como al interior del útero materno. El testigo de su soledad (la memoria) se volcará en una necesidad urgente por volver a donde nació, a observar las huellas de sus ancestros, con el fin de mostrar esas ruinas a sus hijos, esas cenizas que lo convirtieron en este hombre complejo. En el futuro arrendará una casa en Punta Arenas para observar esas distintas realidades desde su ventana. Las palabras completarán sus pasos y le darán perspectiva al pasado mientras “alucina que existe”.

El paso por el colegio supuso tragos amargos: la directora inquisidora, el matón del curso queriendo destrozar su rostro, y ese acercamiento confuso a la religión, donde observa a Dios desde el lugar de los arrepentidos. Definitivamente, la deidad lo intimida y siente que su visión de mundo no se expande. De pronto, surge un sentido de la aventura: molestar a un pordiosero (crueldad infantil), enterrar tesoros, escarceos amorosos, todo redescubierto al abrazar la escritura como un acto de fe.

Más allá de la religión descubre su espiritualidad una vez llegado el momento, esa búsqueda por el sentido de la existencia. Si la prosa de Juan era desgarradora al comienzo, poco a poco se vuelve diáfana y el lector acelera el tranco en este recorrido. Un anacoreta lo hace consciente de la ingratitud humana, pero desde esta otra perspectiva descubre la imaginación (intuida en sus clases de artes plásticas) y la proyección de las imágenes (el cine) con sus luces y sombras.

Juan Mihovilovich recuerda todos esos instantes desde el ventanal que da al Estrecho de Magallanes, el lugar donde nació y que es sin duda su útero geográfico, así como esta novela es simplemente su vuelta al útero, a todos esos instantes eternos que lo han vuelto este hombre sabio. Su experiencia espiritual ha dejado atrás la jaula de pensamientos. Observa como se baña un pájaro y se libera de esos pensamientos y accede a la libertad, a la felicidad del instante.

A esta altura de la novela, el lenguaje del escritor ha evolucionado y este Ícaro sortea su camino entre las nubes, no tan bajo para evitar mojarse, ni tan alto para derretir sus alas. En este punto, la anécdota personal de este juez es iluminada por el sol y le permite ir cerrando los espacios narrativos, abandonando el útero primigenio desde esta ventana que da al Estrecho de Magallanes. Este retorno al espacio de gestación lo encuentra bien de salud, a salvo de las sombras que habitan la tierra. Humildemente, se ha convertido en “un transitorio habitante de esta última ciudad”.

*

ÚTERO
Autor: Juan Mihovilovich
Novela: 197 páginas. Editorial Zuramerica, 2020.


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