Dirigida por Mikhaël Hers
©Aníbal Ricci
La rutina como lugar de descanso, apacible, confiable, si uno repite
sagradamente los pasos de la semana anterior, parecerá que todo está calmo, que
la vida continúa sin sobresaltos.
Sucede un evento violento a la media hora del metraje y la vida de los
protagonistas no volverá a su curso anterior. Amanda es el lado principal del
triángulo. No se trata de un asunto pasional, Amanda es una niña de siete años,
hija de Sandrine. David es su tío y cuida de Amanda cuando su hermana está
ocupada e incluso la busca a la salida del colegio.
David se mantiene atareado desempeñando múltiples oficios, nada que
requiera un gran esfuerzo, pero indudablemente no le sobra el tiempo. Todo
ocurre casualmente, su actitud es abierta y confía en lo que le depara la vida.
Asiste a Sandrine y mantiene una relación muy cercana con ella. La influencia
de David en la vida de Amanda no es determinante, hasta que Sandrine desaparece
abruptamente.
El director no presta especial atención al evento dramático. Simplemente
ocurre y la rutina será el soporte para desde esa plataforma reconstruir las
vidas de los otros dos lados del triángulo.
Las calles de París se han transformado. Antes bullían los transeúntes,
pero luego del suceso trágico las calles vacías parecen observar los
sentimientos de los personajes que se mantienen en escena. Las vías observan
desde la distancia y la película adquiere un cierto tono neutro que en vez de
volver todo más frío, hace resaltar el mundo interior de David y Amanda. Son
pequeños detalles de la cotidianidad los que irán reconstruyendo sus
personalidades, de pronto unas instantáneas que se mantienen en el encuadre el
tiempo preciso, expresan lo desolador de un evento fortuito que ha cambiado
para siempre sus destinos.
Recordé una bellísima película de Win Wenders. “Alicia en las Ciudades” (1974)
constituía una visión sobria entre un adulto y una niña, ante la atenta mirada
de las ciudades, en blanco y negro, sin sensiblerías ni recursos
melodramáticos. “Amanda” toma prestados esos elementos y también se enfoca en
la estrecha relación que entablan los protagonistas, con naturalidad, sin
prisas, con momentos tensos donde David irá descubriendo que Amanda ha quedado
sola, que depende de él, y en cada momento reacciona con una humanidad que antes
no había expresado.
El eje narrativo se centra en cómo sobrellevan el duelo, mientras van
reconstruyendo su vida entre silencios incómodos, inevitables reproches y
lágrimas a escondidas. David tiene miedo de afrontar el futuro y estalla en
llanto en presencia de la estación de trenes. Debe asumir responsabilidades por
primera vez, a sus 24 años deberá decidir si se convierte en tutor legal de
Amanda.
El desarrollo de esa relación es sin dudas el mérito de esta historia,
que tal como en la cinta de Wenders, no recurre en ningún momento a escenas
lacrimógenas, ni recursos bajos para conmover al espectador. En las actividades
cotidianas es donde se expresa el real afecto entre los dos protagonistas y en
pequeños gestos que transparentan su bondad. Evitan hablar de Sandrine en un
primer instante, pero luego enfrentan la situación, con mucha valentía y entereza.
Las calles de la ciudad comienzan a reencontrar su normalidad en cuanto los
personajes están listos para avanzar en sus vidas. La película no entraña escenas
rebuscadas, resultando refrescante el tono optimista de los miembros de esta
nueva familia. La rutina se va llenando de pequeños momentos que intentan unir
todo aquello que se ha roto. David no sólo afronta su nuevo rol de padre y
asume la pérdida de su hermana, sino que recompone lazos afectivos,
especialmente con su madre que vive lejos en Londres.
Los protagonistas enfrentan la necesidad de madurar aceleradamente, de
asumir la realidad que el destino ha puesto en su camino. Un atentado terrorista
en un parque de París reflejará la fragilidad del ser humano y nos permite
comprender lo crucial de nuestras decisiones diarias en la creación de un mundo
más humano.
Es admirable el detalle minimalista del guion (del propio director y
Maud Ameline), logrando un entramado robusto que sostiene las emociones de los
personajes. La película transmite el espectador esos sentimientos. Pequeños
gestos, una palabra de afecto o una sonrisa nos hacen cómplices de la intimidad
de estos personajes entrañables.
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