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El hoyo (2019)

Dirigida por Galder Gaztelu-Urrutia


©Aníbal Ricci

Publicada en Revista Occidente N°505 Mayo 2020
 
Película existencialista, una distopía llena de simbolismos. La cárcel podría ser la vida misma, donde unos hombres se encuentran arriba y otros abajo. Los ricos comen a destajo, mientras los pobres recogen las sobras. El mundo representado es ruin, sugiriendo que el ser humano es egoísta por esencia, que mientras esté arriba pisoteará al más débil. El mundo se divide entre los que están arriba, los de abajo y los que caen (no los que suben).


Todos los meses el gas duerme a los presos y los reubica en otro nivel hasta que llega al fin de su condena, la que quizás sea la muerte. Los personajes son bastante bestiales, salvo el protagonista y su último compañero de celda. Cuando se está arriba es fácil, hay alimento, pero cuando bajas a niveles inferiores, la comida no llega y los compañeros de celda se vuelven enemigos. Para sobrevivir, no dudaran en comer al que tienen en frente.

Hay una especie de determinismo sobre el que sobrevive: aun cuando soporte su estadía en los niveles más bajos, el ser humano (conforme toma decisiones) va perdiendo su moralidad, no hay espacio para subir, simplemente debes soportar la caída el mayor tiempo posible, sobreponerte al miedo. Unos se suicidarán ante la adversidad, no quieren sufrir, pero hay otros como una madre, buscando desesperadamente a su hija en ese mundo de caos.


El protagonista es el único que lee, nada menos que El Quijote, de Cervantes. «El grande que fuera vicioso, será vicioso grande y el rico liberal será un ávaro mendigo», resume el desarrollo de la película. Algunos de los inquilinos pretenden que surja un pensamiento solidario entre los presos, pero dichos esfuerzos enfrentan la burla de la mayoría. Una minoría es la llamada a cambiar el estado de las cosas, racionar para que el alimento alcance para todos.

En la prisión al parecer sólo hay adultos, la mayoría maleados por la dinámica de que sobrevive el más fuerte (el con más estómago). Hasta que el protagonista, luego de sus intentos por mejorar el entorno, encuentra a un compañero de celda dispuesto a sacrificarse por otros.


Ambos quieren subir un mensaje a los que preparan la comida en el nivel cero, preservar un postre (Panacota), que llegue intacto a la superficie, como muestra del espíritu humano que puede sobreponerse al hambre. Esa hambre de subsistencia, no aquella fuerza de perseguir el sentido de la vida (buscada por unos pocos).

Los dos deciden bajar, contra toda lógica, para racionar hasta el último nivel y llevar la Panacota de vuelta al nivel cero. Ello requiere esfuerzos sobrehumanos y al final se dan cuenta de que el postre es un medio, el alimento para la niña (dudaban de su existencia) que la madre no encontró y cuya búsqueda le significó la muerte.

Sobrevive sólo el protagonista a ese viaje abisal, se considera portador del mensaje definitivo. Ya no es la Panacota, sino la niña la que debe abrirse paso y superar el sufrimiento. Representa la esperanza de la humanidad.

El protagonista se queda en el último nivel, se da cuenta de que el mensaje no requiere de un portador. De alguna manera venció al miedo, estuvo dispuesto a hundirse para dejar que aflore el futuro.

 


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