Dirigida por Martin Scorsese
©Aníbal Ricci
Publicada en Revista Occidente N°502 Enero 2020
«Jamás digas lo que piensas a alguien que no sea
de la familia», espetó Vito Corleone a su hijo
Sonny por actuar impulsivamente ante un miembro de otra familia. Corresponde a
una línea de El Padrino (Francis Ford Coppola) y reflejaba el oscuro
mundo de secretos que debían ocultar los mafiosos para sobrevivir en un
ambiente peligroso donde la muerte aguardaba a la vuelta de la esquina. Será
útil comparar esta obra mayor del séptimo arte con El Irlandés, no sólo
por tratarse de dos películas del hampa organizada, sino por abordar de
diferente modo el comportamiento de los criminales, que echaban mano a la extorsión,
intimidación y soborno para lograr influencia dentro de la sociedad. Los acontecimientos violentos
no daban tregua en la cinta de Coppola, intercalando escenas familiares, muy
luminosas, con otras oscuras y nocturnas, donde la violencia hablaba por los
personajes (el guion se centraba en lo externo), en cambio, Martin Scorsese le
ha dado una vuelta de tuerca al género al hacernos partícipes del mundo
interior de otro grupo de criminales que ejercían su influencia a través de los
sindicatos, particularmente aquel presidido por Jimmy Hoffa entre 1957 y 1971
(interpretado por un histriónico Al Pacino) que logró agrupar a más de dos
millones de camioneros en su período de mayor apogeo.
En El
Padrino cada puerta que se cierra implica que alguien ha quedado fuera del
círculo íntimo de la familia, más bien de su círculo de poder, limitando al
ámbito hogareño el accionar de las mujeres y niños. Algo parecido ocurre en El
Irlandés, donde los personajes femeninos son apenas un esbozo y las puertas
que se cierran han sido reemplazadas por conversaciones en torno a la mesa de
un bar donde los intercambios de palabras al oído implicarán frecuentemente que
el que no participa de esos conciliábulos podría ser la próxima víctima.
Quizás El
Irlandés no sea de esas películas de gánsteres, de ritmo frenético y
montaje agresivo, que nos acostumbró Scorsese en Buenos Muchachos y Casino,
y que también reunían entre su elenco a Robert De Niro y Joe Pesci. El director
ahora nos cuenta la historia de Frank Sheeran, un estafador que se inició como
conductor de camiones, hablándonos en primera persona desde la soledad de un
geriátrico y a través de una voz en off que relata los acontecimientos contenidos
en largos raccontos. Hay un casamiento importante que sucedió hace no tantos
años, el cual será el preludio de la muerte del famoso sindicalista. Dentro de
ese relato, el director desarrolla un complicado juego de lealtades, primero
con Russell Bufalino (Joe Pesci) a quien conoció por azar durante una travesía por
carretera. Los viajes entre ciudades que se repiten representan las decisiones
que van tomando los gánsteres en su vida, todas muy a prisa, pero que al final
no conducen a ninguna parte. La carretera es un símbolo tan importante como lo
que ocurría tras las puertas en el mundo de Coppola. En otro racconto muy
ingenioso (tras una llamada telefónica) Sheeran conocerá a Jimmy Hoffa y se
transformará en su brazo derecho, no sólo su hombre de confianza, sino un
verdadero amigo que compartirá momentos entrañables con su esposa e hijas.
Peggy será la preferida y el punto de vista de censura del violento accionar de
Frank.
La película
transcurre en tres actos articulados por un montaje meticuloso que recurre a
impecables elipsis y planos secuencia que realmente nos involucran en este
mundo de poder llevado al límite. En el primero detalla la lealtad de Frank
Sheeran con Bufalino, en el segundo su relación con Jimmy Hoffa, y en el
tercero (novedoso punto de vista) aborda los últimos años en la cárcel de este
grupo de delincuentes que apenas se acuerdan de sus fechorías y asesinatos.
Claro que tienen remordimientos (mundo interior) pero la vida no les dará
nuevas oportunidades. El otrora poderoso Russell Bufalino, ahora se conduce apenas
sobre una silla de ruedas.
El personaje
de Pesci tiene menos minutos en pantalla, pero es el más complejo. Maneja los
hilos (como El Padrino de Marlon Brando) sin jamás levantar la voz, simplemente
escucha y decide quien sobrevive y quien muere. Es un viejo respetable al que
sólo el peso de los años logrará arrebatar su vitalidad.
En el
personaje de De Niro se estructura el relato y en todo momento nos damos cuenta
de lo doloroso que fue para él darle muerte a su amigo Jimmy Hoffa. La lealtad
hacia Bufalino era imposible de contrarrestar para seguir con vida, pero se
podría decir que los dos tiros en la nuca del sindicalista en realidad significaron
un final piadoso, rápido y sin dolor. Frank apenas lograba ocultar la culpa
ante la mujer de Hoffa y ante Peggy simplemente no podía ocultar su miseria. En
sus últimos años intentó acercarse a sus hijas, pero ellas no se compadecieron
de las circunstancias de Frank. Se relacionó con la iglesia, no tanto por la
religión, sino para hablar con alguien, pero jamás confesó que había dado
muerte al sindicalista. Se llevaría el secreto a la tumba, junto con el
sufrimiento de la familia de Hoffa.
Al contrario
de El Padrino, estos gánsteres tendrán que pagar en la cárcel por la
violencia desatada. Tampoco habrán legado algo importante, la familia los
abandona y se puede dar muerte incluso a las personas más cercanas.
Salvaguardan sus intereses políticos y económicos mediante la traición. Es una
película de gánsteres crepuscular. Ya no hay legado y las familias desaparecerán
de sus órbitas. La vejez los alcanzará y terminarán sus días en el más
solitario abandono. En la saga de El Padrino siempre aparecería otro
hombre fuerte al interior de la familia, en cambio, en El Irlandés se
cortarán todos los hilos y los círculos de poder dejarán de existir para
siempre.
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