Dirigida por Todd Phillips
©Aníbal Ricci
Publicada en Revista Occidente N°501 Diciembre 2019
Arthur Fleck acaba de cometer un acto criminal en el tren subterráneo que
a esa hora circula vacío por los túneles de la ciudad. Vestido de payaso ríe
nerviosamente ante el infortunio ajeno. Lo patearon y su personalidad se transfiguró,
encontrando el único cauce posible para un ser humano que ha sido tratado peor
que un animal.
Hay mucha lucidez en el guion de esta película, los detalles son
meticulosos y Joaquín Phoenix ofrece una actuación insana que se interna por
los recovecos de un alma atormentada. La mente de Arthur Fleck es la
protagonista. Tanto lo han agredido en las calles y se han burlado de él, que
su psiquis no tiene suficiente espacio para afrontar el maltrato. Está atrapada
en una esquizofrenia cuyos orígenes permanecen ocultos, esperando estallar en
cualquier instante. Una persona enferma que toma medicamentos para intentar
sonreírle a la gente. Su madre lo alentó desde niño, pero ese recuerdo parece
no ser real.
Arthur ha cometido ese acto de extrema violencia y la euforia invade sus
pensamientos. Despierta su instinto sexual y una psicosis delirante lo instala aparentemente
en el apartamento de su vecina. Posteriores flash-backs darán cuenta de la
verdad. En su interior se aloja otro ser que se retroalimenta con el
sufrimiento de su pasado y lo lleva a observar la realidad como un mundo oscuro
que percibe mucho más amable que la superficie de civilidad. En el caos
encuentra la paz que le permite abandonar su invisibilidad, la violencia es
sólo un medio para desatar la ira. Nos deja perplejos con su rito de
iniciación. Arthur ha desaparecido y el Joker ocupó su lugar.
La ciudad es cruel y la gente adinerada no cultiva la empatía: «hay que acabar con la violencia». No la entienden como un síntoma de inequidad,
sino que la violencia es simple delincuencia, la señalan como el último escalón
de la maldad. El multimillonario se postulará a alcalde para arrasar con el
crimen de las calles. Parece un calco de otra realidad mucho más cercana.
Arthur cuida de su madre enferma que inventó historias delirantes para
sobrevivir. Los programas de televisión fueron reemplazando sus verdades ficticias.
El idilio con el millonario es otra mentira. Dejó que abusaran sexualmente de
Arthur en su infancia, lo ató a un radiador y lo hizo padecer hambre.
Sobrevivió como pudo y su mente ocultó esas vejaciones. La madre era una desequilibrada,
pero la sociedad se encargó del resto. Arthur terminó en un psiquiátrico y cuando
salió lo privaron de asistencia social. Sin medicamentos enfrentó al mundo y se
enteró de la verdad familiar al robar un expediente. No era el hijo bastardo
del millonario, había sido adoptado por esa mujer que escondió los vejámenes
con una historia descabellada. No tuvo más remedio que dejar que el Joker tomara
las riendas.
Arthur trabaja en un empleo miserable de anunciante callejero e intenta
ser comediante en un bar poco concurrido. Pernocta en un edificio destartalado
y cuando la vecina le hace una mueca en el ascensor, lo interpreta como un acto
de amabilidad, incluso de coqueteo. Un espejismo, nada más lejos de la realidad.
Arthur imagina su vida social inexistente, un ser solitario que no inspira
empatía en otros seres humanos. De apariencia física desgarbada, gesticula risas
forzadas con mucha dificultad ante situaciones que nadie encuentra graciosas. A
pesar de trabajar de payaso, su rostro evidencia una tristeza y soledad desquiciantes.
La sociedad lo ha relegado a un papel secundario donde aparecer en televisión
le daría visibilidad. Su comportamiento en el estudio de un programa de
conversación resulta alienante y el mismo animador se encargará de burlarse
editando sus patéticos monólogos.
La película avanza a un ritmo lento que muestra a una ciudad que ha
dejado de lado a sus habitantes menos afortunados. Arthur es uno más de los
desdichados que no experimentarán jamás un minuto de felicidad. Joaquín Phoenix
está irreconocible, logra dar con un personaje que de verdad parece no existir.
Su carencia de ego resulta chocante y el actor más que destacar, logra
desaparecer por completo.
El telón de fondo es un mundo individualista, una crítica feroz a una
sociedad que pretende uniformar a todos bajo la apariencia de obediencia y
sumisión al sistema. Resulta terrorífico darse cuenta que no hay libertad para expresar
la individualidad, simplemente serás arrasado por el escrutinio de la mayoría
si no encajas con sus patrones y no respondes a lo que se denomina ser exitoso
(aparecer en televisión).
La ciudad coprotagonista no es Ciudad Gótica, es la mismísima Nueva York
de la época de Ronald Reagan, la década de los ochenta con su neoliberalismo a
ultranza donde los ricos se volvieron inmensamente ricos y donde el ciudadano
de a pie sobrevivió gracias a la teoría del chorreo, recogiendo aquellas
migajas que constituían el subproducto del sistema. Todd Phillips recoge el
universo prestado de los villanos y superhéroes y lo transforma en un espejo de
la realidad, no aquella del siglo pasado, sino que referencia el mensaje de la
película a esta segunda década del siglo XXI. Porque esta Ciudad Gótica resulta
el símil de la era de Donald Trump (Ronald, Donald, hasta se parecen sus
nombres) cuya maximización de utilidades ya no es sólo económica. Rescata la
avaricia sin límites del sistema neoliberal, pero Donald la perfila desde el
egoísmo. «Yo soy rico y no quiero compartir mi riqueza…» con los negros, los latinos, con ninguno de
estos inmigrantes que tanto molestan. Donald habla con franqueza, su falta de
respeto hiere a las personas como Arthur Fleck que representan a los ciudadanos
de segundo orden.
La película escapa del simplismo de Marvel o DC Comics. El mérito es que
le da voz a los oprimidos. El mundo del libre mercado es demasiado televisivo.
Por eso es tan potente la imagen de un presentador al que en medio de su show
le vuelan la cabeza. Imagen violenta, pero es mucho más violento el mundo
higiénico e inalcanzable que se publicita en esos programas. Espejismo
violentísimo que aplasta a Arthur Fleck, que de tanto ser vulnerado y pasado a
llevar por una sociedad sin escrúpulos, no le queda otra opción que convertirse
en el Joker.
La verdad subyacente tras esa transformación del personaje es que los
Arthur que va generando la sociedad se vuelven millones. Individuos que la
sociedad ha enfermado, esquizofrénicos que comienzan a surgir en un mundo
paralelo de caos gratificante. Volcando la ira a un ámbito destructivo, no sólo
de su individualidad, sino con el objeto de ser escuchados, abrazando la peor
cara de la anarquía, que enfatiza el concepto de insurrección y contraviene los
modos tradicionales de la sociedad.
El sistema imperante propicia la aparición de habitantes desquiciados,
dañados a tal punto que su personalidad se trastoca. Están enojados, quieren
que la sociedad pague por el sufrimiento causado. Se ocultan tras una máscara
de payaso, unos encapuchados que no tienen nada que perder. La violencia que
infringen a la ciudad no es delincuencia, es el resultado de un mundo
despiadado fundado sobre valores miserables. Están enojados y enfermos, no
tienen nada que perder.
Donald es otro payaso que se esconde tras su máscara de pseudo libertad.
También está enojado. No quiere compartir su riqueza. América First es su lema,
que el resto del mundo se vaya a la mierda. Es un enojo respaldado en recursos
económicos que pretende involucrarnos en distintas guerras contra vecinos, países,
continentes, contra nuestro hábitat natural.
A la película no le importa el destino de Batman o el Joker. Es una cinta
incómoda tal como lo fue «La Naranja Mecánica» a comienzos de los años setenta. Joker no es un
comodín, es el fruto de un sistema que oculta su enfermedad tras el brillo de
los rascacielos.
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