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EMA (2019)

Dirigida por Pablo Larraín

 ©Aníbal Ricci

Primera escena, el director nos muestra a la protagonista portando un lanzallamas. Enigmáticamente enfocada, contrastando su silueta a una noche improbable. ¿Será una extremista? ¿Una justiciera? Pablo Larraín nos impone su personaje ficticio, acaso utilizando el lanzallamas como metáfora de su personalidad. La película nos irá envolviendo en un viaje sensorial y al avanzar el metraje nos vamos dando cuenta de que más que una metáfora, el sentido del lanzallamas es más literal. Ema tiene fuego en las venas y la magnífica interpretación de Mariana Di Girolamo nos acompañará durante cien minutos de recorrido.


Ema es bailarina y la primera performance es representada frente a la imagen de un sol abrasador. Hay algo tribal y visceral en la danza. Por sus venas corre fuego y la danza (su lenguaje) le da proyección mientras arrasa con todo a su paso. Ema no sólo prende fuego a las laderas de los cerros de Valparaíso, enciende todo lo que la rodea, las demás personas se convierten en víctimas de su conducta desbocada.


Al comienzo de la cinta se insinúa que el transitar de Ema corre por derroteros infructuosos. Si el espectador se compadeciera de que tuvo que devolver a un hijo adoptado, pronto caería en el influjo de Ema, su danza manipuladora va siempre un paso adelante. Su vehemencia por ningún motivo puede ser vista como una debilidad. Ema pareciera ser una nihilista sin trazos de futuro, pero no os engañéis, su danza tiene algo de macabro. No tiene reparos morales para alcanzar sus objetivos.


Pareciera que carece de instinto maternal, pero lo suyo es más fuerte. No va a abandonar a su hijo inmigrante, le buscará una familia, o lo que ella entiende por familia. Ema seduce y engaña a los nuevos padres adoptivos, por separado establece relaciones sexuales para engendrar a un hermano para ese hijo. Aníbal y Raquel serán padres cariñosos y Ema aportará fuego en una familia de dos madres y dos padres.


Descubre en el reggaetón un mundo tribal sin ataduras, su danza tampoco debe tener límites. Larraín logra darle un relato coherente a la pulsión del día a día enfrentado con desenfreno. No explica a los personajes (más bien oscuros) pero intuye que sus intenciones son válidas. Es otro lenguaje, la danza es corporal y más visceral.


En 2018, Gaspar Noé nos invitó a un baile distinto (Climax), de anécdota absurda. Perseguía que la sensualidad de unos movimientos nos llevara a vulnerar los límites. Seductoras imágenes, pero ahí donde Noé hacía convulsionar entre verdaderos zombis, Larraín nos encierra en un viaje perturbador, donde rescata el alma de los personajes que orbitan en la periferia de la sociedad.


Si no observamos la película con apertura, las decisiones de Ema nos parecerán grotescas y el personaje del hijo adoptado (casi no emite palabra) nos mirará con ojos de reproche por permitir que Ema lo haya involucrado en esta familia demencial.

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