Dirigida por Matteo Garrone
©Aníbal Ricci
Cine inquietante, atemporal, donde el
punto de vista del protagonista nos sumerge en un viaje endemoniado que
transcurre dentro de un barrio italiano que muestra su miseria a través de
tonos sombríos y ambientes desolados que no dejan resquicio para que sus
habitantes salgan a la superficie.
Marcello es un cuidador de perros de escaso
coeficiente intelectual que baña a las mascotas de los vecinos y goza de cierta
simpatía entre ellos. La rudeza del barrio (situado en una época indeterminada)
supondría que los perros fueran bravos o maltratados, tal como ocurre en la
primera escena mostrando a un Pitbull enardecido, encadenado a un muro, en
ánimo de morder y destrozar al que lo está bañando, pero que por arte de magia
deja que le sequen el pelo con una mansedumbre abismal. Esta primera secuencia
causa extrañeza, aunque podría ser indicio de una mente extraviada que observa el
mundo (somos espectadores de ello) con ojos bastante perturbados. Resulta
extraño que los demás perros que atiende sean de razas finas (muy dóciles) y
que los dueños de los negocios de alrededor pertenezcan a un mundo más
precario, que se reúnen de vez en cuando a jugar baby-fútbol.
Marcello es “amigo” de Simone, el
matón del barrio que consume cocaína a destajo y se gana la vida robando y amenazando
a quien se cruce delante. Es su proveedor de droga (el único vínculo que los
une), pero este hombre enclenque es incapaz de contradecir a Simone que todo lo
resuelve a golpes. Un perrito faldero que ronda en torno a su amo,
satisfaciendo las necesidades de droga o cualquier otro de sus deseos. Simone explota
esa relación de dependencia y le importa un carajo lo que le ocurra a Marcello.
Simone está siempre fuera de sí y
esta vez ha golpeado a uno de los “amigos” del baby-fútbol. Estos se encuentran
cansados de los abusos del matón y contratarán a un sicario para que asesinarlo.
Marcello es parte de esa conversación, pero no dice nada al respecto. No es más
que un sujeto inofensivo (el resto lo mira en menos), suponen que no entiende
lo que traman.
Simone desea robar el oro del negocio
vecino e intimidará a Marcello para que le pase las llaves. El robo es
desprolijo e incrimina al pobre diablo que termina en la cárcel.
Sale en libertad un año después. Los
vecinos (ex compañeros de baby-fútbol) no tardan en demostrar su desprecio y
Simone tampoco se interesa en retomar la “amistad”. El cuidador de perros ya no
le sirve y encima pretende que le entregue una parte del botín. Marcello
destruye su moto, por lo que Simone intenta matarlo a golpes. Los vecinos
observan impávidos, en este escenario sin tiempo ninguno se salva o haría algo
por el prójimo.
Matteo Garrone plantea un mundo
cerrado, determinado por la pobreza. Los edificios vacíos (parece un escenario
de posguerra) y los escombros son capturados por una cámara que sólo refleja
tonos grises y ocres. Los encuadres destacan el entorno decadente y la frialdad
se apodera de las calles. La pobreza está presente en cada rincón y alcanza a
cada uno de los protagonistas. Todos parecen guiados por intereses mezquinos
que vuelven la locación aún más solitaria. De algún modo, son los personajes los
que definen la miseria que se huele en el ambiente. El escenario semeja un
acuario sin luz, cercado por los cuatro costados, la miseria contaminará hasta
el último rincón.
Todo es observado con ojos que
rehuyen la realidad. Marcello tiene una hija que se nos muestra más inteligente
y de mayor ascendencia social. La madre (demasiado comprensiva) la deja en ese
barrio “poco amigable” y el padre invita a su hija a peinar perros y a
participar de concursos de raza en los que sale victorioso. Suponemos que estas
imágenes luminosas provienen de una mente distorsionada, sirviendo de
contrapunto a lo sórdido del resto del metraje. Marcello se imagina rodeado de
belleza (invita a su hija a bucear en la isla de Cerdeña) y su mente se escapa
de ese barrio infernal.
Marcello siempre trató a cuerpo de
rey a su “amigo”. Le proveía cocaína y lo dejaba juguetear, pero ese juego resultaba
peligroso. De vuelta de la cárcel ha decidido vengarse, la reclusión
supuestamente lo ha cambiado, aunque intuimos que la violencia a la fue
sometido por Simone es la responsable del giro en su personalidad. Ya no es
servil, ahora él es el amo y hará pagar a su “amigo”.
El concepto de amistad está
trastocado, responde más bien a una relación de subordinación. Simone es el
amo, Marcello el perro fiel. Luego de su estadía en la cárcel se convertirá en el
amo y Simone será el perro sometido al encierro. Literalmente lo encarcela en
una jaula y la droga constituye el cebo. La cocaína como símbolo de poder funciona
en ambas vías: para complacer y para controlar.
Al principio, Marcello era el tontito
del grupo de baby-fútbol y el perro faldero de Simone. Ahora (la cocaína lo
transforma) es el verdugo de Simone, a quien tortura amarrado al muro de la
primera escena. En su precariedad intelectual, pasea el cadáver por un paisaje
vacío (no hay rastro de humanidad) para demostrarle que sigue siendo del grupo,
que se deshizo del matón que los violentaba. Marcello era un ser enclenque,
ahora un prodigio de vigor físico. Una mente extraviada nos cuenta la historia.
Carece de importancia que haya ahorcado a Simone o que haya intentado quemar el
cuerpo. Lo entiende como una ofrenda para volver a ser aceptado dentro del
grupo.
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