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DOGMAN (2018)

Dirigida por Matteo Garrone

©Aníbal Ricci

Cine inquietante, atemporal, donde el punto de vista del protagonista nos sumerge en un viaje endemoniado que transcurre dentro de un barrio italiano que muestra su miseria a través de tonos sombríos y ambientes desolados que no dejan resquicio para que sus habitantes salgan a la superficie.

Marcello es un cuidador de perros de escaso coeficiente intelectual que baña a las mascotas de los vecinos y goza de cierta simpatía entre ellos. La rudeza del barrio (situado en una época indeterminada) supondría que los perros fueran bravos o maltratados, tal como ocurre en la primera escena mostrando a un Pitbull enardecido, encadenado a un muro, en ánimo de morder y destrozar al que lo está bañando, pero que por arte de magia deja que le sequen el pelo con una mansedumbre abismal. Esta primera secuencia causa extrañeza, aunque podría ser indicio de una mente extraviada que observa el mundo (somos espectadores de ello) con ojos bastante perturbados. Resulta extraño que los demás perros que atiende sean de razas finas (muy dóciles) y que los dueños de los negocios de alrededor pertenezcan a un mundo más precario, que se reúnen de vez en cuando a jugar baby-fútbol.


Marcello es “amigo” de Simone, el matón del barrio que consume cocaína a destajo y se gana la vida robando y amenazando a quien se cruce delante. Es su proveedor de droga (el único vínculo que los une), pero este hombre enclenque es incapaz de contradecir a Simone que todo lo resuelve a golpes. Un perrito faldero que ronda en torno a su amo, satisfaciendo las necesidades de droga o cualquier otro de sus deseos. Simone explota esa relación de dependencia y le importa un carajo lo que le ocurra a Marcello.

Simone está siempre fuera de sí y esta vez ha golpeado a uno de los “amigos” del baby-fútbol. Estos se encuentran cansados de los abusos del matón y contratarán a un sicario para que asesinarlo. Marcello es parte de esa conversación, pero no dice nada al respecto. No es más que un sujeto inofensivo (el resto lo mira en menos), suponen que no entiende lo que traman.



Simone desea robar el oro del negocio vecino e intimidará a Marcello para que le pase las llaves. El robo es desprolijo e incrimina al pobre diablo que termina en la cárcel.

Sale en libertad un año después. Los vecinos (ex compañeros de baby-fútbol) no tardan en demostrar su desprecio y Simone tampoco se interesa en retomar la “amistad”. El cuidador de perros ya no le sirve y encima pretende que le entregue una parte del botín. Marcello destruye su moto, por lo que Simone intenta matarlo a golpes. Los vecinos observan impávidos, en este escenario sin tiempo ninguno se salva o haría algo por el prójimo.



Matteo Garrone plantea un mundo cerrado, determinado por la pobreza. Los edificios vacíos (parece un escenario de posguerra) y los escombros son capturados por una cámara que sólo refleja tonos grises y ocres. Los encuadres destacan el entorno decadente y la frialdad se apodera de las calles. La pobreza está presente en cada rincón y alcanza a cada uno de los protagonistas. Todos parecen guiados por intereses mezquinos que vuelven la locación aún más solitaria. De algún modo, son los personajes los que definen la miseria que se huele en el ambiente. El escenario semeja un acuario sin luz, cercado por los cuatro costados, la miseria contaminará hasta el último rincón.



Todo es observado con ojos que rehuyen la realidad. Marcello tiene una hija que se nos muestra más inteligente y de mayor ascendencia social. La madre (demasiado comprensiva) la deja en ese barrio “poco amigable” y el padre invita a su hija a peinar perros y a participar de concursos de raza en los que sale victorioso. Suponemos que estas imágenes luminosas provienen de una mente distorsionada, sirviendo de contrapunto a lo sórdido del resto del metraje. Marcello se imagina rodeado de belleza (invita a su hija a bucear en la isla de Cerdeña) y su mente se escapa de ese barrio infernal.


Marcello siempre trató a cuerpo de rey a su “amigo”. Le proveía cocaína y lo dejaba juguetear, pero ese juego resultaba peligroso. De vuelta de la cárcel ha decidido vengarse, la reclusión supuestamente lo ha cambiado, aunque intuimos que la violencia a la fue sometido por Simone es la responsable del giro en su personalidad. Ya no es servil, ahora él es el amo y hará pagar a su “amigo”.

El concepto de amistad está trastocado, responde más bien a una relación de subordinación. Simone es el amo, Marcello el perro fiel. Luego de su estadía en la cárcel se convertirá en el amo y Simone será el perro sometido al encierro. Literalmente lo encarcela en una jaula y la droga constituye el cebo. La cocaína como símbolo de poder funciona en ambas vías: para complacer y para controlar.

Al principio, Marcello era el tontito del grupo de baby-fútbol y el perro faldero de Simone. Ahora (la cocaína lo transforma) es el verdugo de Simone, a quien tortura amarrado al muro de la primera escena. En su precariedad intelectual, pasea el cadáver por un paisaje vacío (no hay rastro de humanidad) para demostrarle que sigue siendo del grupo, que se deshizo del matón que los violentaba. Marcello era un ser enclenque, ahora un prodigio de vigor físico. Una mente extraviada nos cuenta la historia. Carece de importancia que haya ahorcado a Simone o que haya intentado quemar el cuerpo. Lo entiende como una ofrenda para volver a ser aceptado dentro del grupo.


El tiempo se ha detenido en este infierno y la crueldad va mucho más allá del mundo de los perros. No hay escape para estos representantes de la raza humana. Las imágenes de contrapunto son insuficientes para un final demoledor que nos arrastra a lo subhumano.

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