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Dolor y gloria (2019)

Dirigida por Pedro Almodóvar

©Aníbal Ricci
 
Publicada en Revista Occidente N°497 Agosto 2019
 
No es la mejor obra del director manchego, pero es una muy honesta vuelta de tuerca para un cineasta con más de veinte películas al hombro, próximo a cumplir setenta años, cuyos padecimientos físicos le pasan la cuenta a la hora de abordar nuevos proyectos.


A lo largo de su carrera Almodóvar nos acostumbró a melodramas elaborados con montajes vigorosos, fundados sobre guiones fuera de lo común, mezcla de relato policíaco con tópicos controversiales, no rehuyendo su homosexualidad e imponiendo puntos de vista rupturistas.


El tema de la madre recorre su filmografía, acaso por haberse criado en un mundo rodeado de mujeres (primera escena de esta última producción). Cuando la acción encuadra protagonistas masculinos, suelen prevalecer temas como la soledad, ausencia del padre y en definitiva el universo de sus personajes es articulado por la presencia omnipresente de lo femenino.


Salvador Mallo (Antonio Banderas) es su alter ego, interpretación de su yo interno, el Almodóvar resultante más allá de sus excesos, de sus amores, aquel que muestra el motor que lo motiva a enfrentar el mundo. En varios pasajes nos recuerda que el cine lo rescata de las profundidades (incluso en los diálogos de la obra Adicción que representa su amigo Alberto Crespo). Cuando se paraliza y deja de crear (es muy honesto al respecto) Salvador carga con el dolor de los achaques, sus personajes lo abandonan y se encuentra más solo que nunca. Se ancla en el pasado (síntoma depresivo) donde sus recuerdos de niñez son limpios, su madre estricta y preocupada, en contraposición con el vacío que le genera no estar escribiendo, porque son los personajes los que lo comunican con el resto y recurre a las drogas para olvidarse del dolor, de la ausencia del amor de su juventud, necesita ayuda y su cuerpo pide a gritos que lo rescaten. Escribir guiones y rodarlos es lo que transmuta esa melancolía e impregna el presente de vitalidad. Almodóvar confidencia que nos necesita, que los espectadores somos los únicos capaces de atestiguar su andar por la vida.


Al reencontrarse con su pasado (Alberto Crespo) treinta años después del estreno de Sabor, con motivo de la restauración de sus negativos, Salvador ya no sabe qué contarnos, las historias se han esfumado y la muerte de su madre le ha provocado problemas de espalda que intenta curar con una cirugía, pero el dolor no es sólo físico. La mente y el cuerpo hacen daño y el azar trae de vuelta a su amigo que consume heroína. Salvador decide probarla para acordarse de Federico Delgado, su amor del pasado, aquél que sucumbió a los excesos de esa droga y la efervescencia de Madrid. Almodóvar vivió los momentos más felices y por esos años escribió las historias que plasmaría en sus futuras películas. Federico fue el origen de esa energía, pero esa misma fuerza lo terminó destruyendo y lo llevó hasta Buenos Aires, muy lejos, lugar donde se compondría de los estragos de la droga. Almodóvar trabajó incansablemente en moldear esas anécdotas y gracias a esas historias logró sobrevivir la soledad.


El guion se construye en base a episodios fortuitos y el montaje es muy elegante al intercalar momentos dulces de la niñez con un presente vacío donde casualmente Crespo lee el guion de Adicción, Salvador se lo regala y su amigo (al darle vida en un teatro) reconduce al presente y despierta algo en el subconsciente de Almodóvar. En una de esas funciones el azar encontrará a Federico en la calle (testamento de por medio) y el afiche lo atrapa para luego reconocerse como el objeto de deseo del monólogo testimonial. Intercambio de teléfonos y encuentro entre los amantes, un beso hermoso que conjuga la plenitud de esos días, breve pero intenso, el motor de partida que necesitó Salvador para dejar la droga y volver a conectarse con su público.


Antes deambulaba por el departamento, casi no tolerando alimento, mientras una colaboradora lo asistía en cosas mundanas. Ahora recuerda el cariño de su madre, el otro gran amor, necesitó de sus consejos para encausar los años de infancia. Almodóvar era un chico pueblerino, Paterna constituyó su caverna original (una especie de catacumba subterránea) en cuyos muros se plasmaría su imaginación. Salvador Mallo la denomina auto-ficción, pero es algo más bello y profundo. Los protagonistas se dibujaron en esas paredes de cal y, según la alegoría de Platón, sus sombras se fueron apoderando de esas imágenes luminosas proyectadas al interior del cine. Almodóvar nos invita a visitar esas sombras, que ha desnudado tantas veces sobre un telón transparente.


El montaje es bellísimo. Somos testigos de como desaparece el velo entre la realidad y la fantasía, entre el pasado y el presente, de como el primer deseo se transformaría en la llama que iluminó los pasajes de su vida, la única posibilidad de vencer los padecimientos del cuerpo y proyectar luz sobre todos nosotros.


Que el arte rescate a un artista de sus debilidades y carencias no es nada nuevo, acaso no existe el artista feliz, pero este sujeto no es cualquiera, es el cineasta español más reconocible desde Luis Buñuel. Nos confidencia que está cansado, que la muerte de su madre lo remeció, que a pesar de sus días de gloria no lo está pasando bien. Después de veintidós películas, los temas se le han agotado y sólo resta hablar de sí mismo.


Almodóvar nos aborda de manera íntima, los colores furiosos siguen ahí, pero la iluminación es más cálida. Dolor y Gloria es su “hable con él”, el artista se despoja de sus ropajes y nos muestra su humanidad.

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