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La culpa (2018)

Dirigida por Gustav Möller

©Aníbal Ricci


Publicada en Revista Occidente N°496 Julio 2019

 

No es un thriller. Hay suspenso, es cierto, pero el recurso narrativo escogido por el director corresponde a un artificio de doble intriga. El guion sincroniza los eventos a la perfección y habrá que estar atentos para ordenar las piezas. Un guion esculpido en piedra al servicio de una cámara que propone encuadres, colores y texturas de admirable precisión. Gustav Möller dirige esta orquesta con inteligencia, dejando al espectador la conclusión y profundidades temáticas.

El protagonista, un policía sentado en una central de emergencias que responde llamadas al número 112. La puesta en escena es minimalista. Un espacio, un hombre y primeros planos de su rostro.

El visionado de esta película es lo más cercano a leer un buen libro. En pocos minutos, una mujer contactará al policía Asger Holm, que ha sido suspendido de su trabajo de campo y relegado a contestar llamados de auxilio. Hay un asunto sin resolver que desconocemos. El director planta la semilla, pero el diálogo con la mujer irá ocupando el sitial de privilegio en nuestra mente.

No es una intriga cualquiera, no sólo afecta al espectador. La acción transcurre en una carretera lejana que nunca se muestra, únicamente vemos la oficina de emergencias. El policía se nos muestra intuitivo, parece muy involucrado en esta labor transitoria que le han encomendado.

Los gestos faciales reflejarán el estado emocional del protagonista, desde cierto relajo al principio (se escuda en el humor) para derivar en un comportamiento cada vez más inquietante. A la media hora la inmersión es total y la impaciencia de Holm es asumida por el espectador. Hemos accedido a otra intriga, la del personaje. La mujer se oye desesperada a través del auricular, a duras penas entabla una conversación ficticia. Asger habrá obtenido respuestas de sí o no antes de que se corte la comunicación. No ha expuesto a la mujer, pero surge un incómodo silencio por lo que podría estar sucediendo.

Tras el silencio nos enteramos de la existencia de una audiencia al día siguiente. La información proviene de otro diálogo entablado con el compañero de patrulla a través de un celular que al comienzo Asger no contestaba. Algo oculta, se cambia a un cuarto privado apartado de los otros policías. Es el primer indicio de culpa. Su compañero deberá atestiguar (mentir para encubrir) que el disparo fue en defensa propia.

Esta segunda sala está más oscura, el director nos da esa pista. En la primera Holm estaba rodeado de colegas, siempre desenfocados, el secreto que comparte con su compañero de patrulla lo mantiene aislado en medio de la central. 

El trabajo lo hace el espectador. Debe imaginar los motivos para mentir, sobre todo, deberá imaginar la huida por carretera donde Asger construye un secuestro. Suponemos que las elucubraciones son ciertas, pero de todos modos nuestra imaginación es la que dibuja la escenografía del fuera de campo. No sólo eso, hay múltiples interrogantes que dan espesor a los diálogos telefónicos y un buen lector sabrá sacarle partido a esta indagación aparentemente cotidiana.

Se interrumpe la llamada. Holm averigua el domicilio de la mujer y contacta a la hija de seis años. El secuestrador es el padre, ahora lo sabe y los espectadores estamos atentos escuchando desde el auricular.


Otro silencio. ¿Es normal tanta impaciencia ante un caso que terminará en quince minutos? Los silencios van desnudando sentimientos que corroen al protagonista. Ya en la sala privada, apartado del cuarto de los telefonistas, Holm ha averiguado el nombre del padre y su número de celular. Baja las persianas y no sólo enfrenta la culpa de haber asesinado a un sospechoso, sino que se encuentra aislado de su entorno.  

La mujer está encerrada en el maletero del auto, es un clásico secuestro y Asger le da instrucciones para defenderse. El compañero cometerá perjurio al otro día mientras una patrulla llega al rescate de la niña: la escena será dantesca (todo transcurre en nuestra imaginación, el único indicio es la gestualidad de Holm). Ya es tarde, las serpientes imaginarias han dado un vuelco y el padre ahora es la víctima. Silencio muy largo al teléfono. Ese silencio, en vez de calmarlo, detonará una bomba de tiempo, también silenciosa, pero más devastadora. La consciencia le recuerda a Holm que no puede convivir con sus actos. Le propone a su compañero que no mienta por él. Pierde el control de sus emociones y explota destruyendo una lámpara y el computador.

Asger ha dado muerte a un hombre por un asunto de venganza. Estaba en su poder quitarle la vida y no dudó en actuar. La culpa se acrecienta y destroza el mobiliario intentando desahogarse. El padre está herido en el bosque y la mujer escapó. Todo ocurre en los alrededores del hospital psiquiátrico que sitúa el drama en lugares oscuros. La luz del cuarto anunciará la próxima llamada. La pantalla reflejando tonalidades rojas de peligro inminente. La mujer no era la víctima del secuestro, el marido la llevaba a internar. El verdadero secuestrado es Holm al interior de ese cuarto maldito. Enfrenta sus frustraciones a espaldas de los otros policías. El celular personal suena cada vez más fuerte dentro de la sala de cine. Perturba el silencio y la oscuridad, pero la culpa ya no es capaz de permanecer en las sombras.

La culpa se enquista en el inconsciente profundo, oculta en los recovecos silenciosos del alma. Intentamos evadirla, pero invariablemente aflora cuando la realidad nos envía señales. La culpa empieza donde el libre albedrío pierde fuerza, donde el acto cometido deja de ser tolerado por el inconsciente. El peso de la consciencia nos vuelve solitarios y temerosos. Los delirios de persecución otorgan materialidad a nuestros miedos. Necesitamos que alguien nos perdone.

Holm carga con la culpa de la mujer. Es la manera que encuentra de aliviar su propio dolor. Al teléfono le cuenta que ha muerto a un hombre, que más que policía se convirtió en un vengador. La mujer es salvada por esa confesión, mientras el resto de los policías escuchan. Asger pide perdón ante sus colegas en medio de ese otro cuarto lleno de luz. El director se ha tomado hora y media para mostrarnos el sufrimiento de un hombre. Poco importa que sea policía. No se trata de un thriller. Había un asesino y un culpable, pidiendo perdón a una mujer sin malas intenciones, secuestrada por ideas perturbadoras. Tampoco interesa quien secuestró a quien. La culpa es un mecanismo de auto castigo que de mantenerse en el tiempo se transforma en pensamientos delirantes.


Asger Holm se quita los auriculares e ingresa a un pasillo de transición. Detrás de la puerta se vislumbra luz, realiza un último llamado y el espectador será el encargado de contestarlo.

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