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El crepúsculo de los dioses (1950)

Dirigida por Billy Wilder

©Aníbal Ricci

Probablemente sea la película que mejor representa al cine dentro del cine, particularmente la época dorada de Hollywood, mediante un largo racconto en la voz de un muerto (Joe Gillis) dirigiéndose al espectador en tercera persona para luego interiorizarnos con su relato en primera persona.

«Nadie abandona a una estrella», dice Norma Desmond (alter ego de Gloria Swanson), frase significativa de una actriz del cine mudo de los años veinte, que contrata a un guionista mediocre para pulir una historia que ella misma ha escrito y supuestamente marcará el regreso a sus años de esplendor.

El guion y diálogos de Charles Brackett son fabulosos, en parte un homenaje al cine clásico, pero a la vez un cruel retrato de la industria, de los egos desmesurados, de las cárceles que rondaban a esos mundos ilusorios.

Resulta paradojal que la historia sea relatada por un guionista, ser invisible para el espectador, quizás el menos indicado para entender a una diva encerrada en su mansión llena de barrotes, coleccionista no sólo de objetos sino de personas (el mayordomo fue el director de sus primeras películas y también su primer marido) a las que Norma Desmond desea mantener orbitando alrededor de su vida.

En el presente (1950) ella ha cumplido los cincuenta años y el cine sonoro la ha enterrado en el olvido. «Las estrellas no tienen edad», insiste, sumida en ensoñaciones que serán antesala de sus delirios. Todavía se siente el centro del universo, mientras el mayordomo se ha rebajado a un papel secundario (incluso alentando la relación amorosa con Joe Gillis) debido a que para Max von Mayerling (alter ego de Erich von Stroheim) ella sigue siendo su musa.

El director nunca abandonó a su estrella y alienta la fantasía de que Norma Desmond volverá a rodar con Cecil B. DeMille, productor que la llevó al estrellato y que en la actualidad continúa haciendo cine, ahora sonoro y en colores.

Gillis, en cambio, ha renunciado a sus sueños (incluso al amor que siente por una joven) debido a que más que guionista se ha convertido en un gigoló, un mero objeto extirpado de la realidad. Gillis se rebela e intenta huir de la cárcel impuesta por la actriz (la mansión decadente), pero ella le dispara y cae muerto en la piscina.

Su intento por abandonar a la estrella ha sido aniquilado por el ego y los celos de Norma Desmond. Acude la policía y la diva, ante la presencia de las cámaras de reporteros, imagina que está en el plató de un estudio. El posesivo mayordomo (titiritero de esta macabra función) ha instalado las luces y filma los últimos instantes de este enfermizo amor por el pasado.

La película de Wilder constituye una feroz crítica a los grandes estudios de Hollywood, que endiosaban a sus artistas para luego (ni siquiera el dinero podía impedirlo) dejarlos caer en el olvido.

El primer plano final a Gloria Swanson (con su impronta exagerada de cine mudo) es de un sadismo despiadado. Su fisonomía perturbada nos impide despertar de esta pesadilla que podría haber sido filmada por el propio Erich von Stroheim, director megalómano que siempre se excedió en el metraje de sus películas.

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