Dirigida por Pawel Pawlikowski
©Aníbal Ricci
«Mi madre me prohibió enamorarme de
este chico», reza la letra de una canción folklórica polaca que será el leitmotiv de todo el drama. Una especie
de advertencia entonada reiteradamente por la protagonista. La complementa con
otros dos pasajes definitorios: «Lo amaré mientras viva» y «lloras porque no
podemos estar juntos», aparentemente contradictorios y es que las fuerzas que
estructuran la película son muy discordantes para una historia de amor.
Wiktor Warski es un hombre de familia
acomodada, compositor, emprende la tarea de encontrar voces talentosas dentro
de los pueblos al interior de Polonia. Zuzanna Lichon (Zula) muestra
originalidad y talento para interpretar esas antiguas canciones campesinas que
marcarán el comienzo de una nueva era del canto popular. Zula proviene de una
familia modesta e incluso estuvo en prisión por atentar contra su padre. El
origen social es un rasgo que separa a la pareja de amantes, pero el director
pone énfasis en la manera de sentir la música como algo definitorio de los
personajes.
Zula es una fuerza de la naturaleza,
decidida a que nada se interponga en su camino, y la música tradicional le
confiere un temperamento instintivo y visceral junto a una belleza eslava que acapara
la atención de Wiktor. El músico proviene de una formación clásica, entiende la
música como algo que fluye armónicamente, y será el moderador del carácter
impetuoso de Zula. Ambos se enamoran perdidamente y la película narrará los encuentros
y desencuentros en un período de quince años enmarcados dentro del ámbito de la
guerra fría.
La tristeza de la posguerra tiñe de
un tono sombrío al metraje y la fotografía de 35 mm confiere una textura de
muchos claroscuros como intentando sacudirse del ambiente opresor, pero es la
variedad de piezas musicales la que irá marcando el paso del tiempo. Lo
folklórico surge prístino del coro del grupo Mazurka (Varsovia, 1951), dando
cuenta de los tiempos de sus abuelos, si bien es triste hay algo profundo y
original en esa conexión con el pasado. Pero paulatinamente esa pureza va
cediendo a las recomendaciones de las autoridades que pretenden utilizar lo
tradicional como plataforma para enaltecer al régimen comunista de Stalin.
Mazurka deberá introducir un repertorio propagandístico y menos tradicional que
va desvirtuando la música, al tiempo que la relación entre los amantes sufre los
primeros conflictos. Zula le confiesa a Wiktor que lo ha estado espiando por
órdenes del gerente de la agrupación (Kaczmarek), por lo que al llegar a Berlín
Oriental los amantes planean su huida hacia Francia. Sólo Wiktor atravesará la
frontera (1952).
Se reencontrarán años más tarde en
París (1954) y al año siguiente (1955) secuestran a Wiktor en Yugoslavia cuando
asistía a una función del grupo. El coro da un tinte tristísimo al tema
principal, como si los amantes lloraran su separación. En 1957 vuelven a
encontrarse, ella se ha casado con un italiano y esta vez los amantes se
refugiarán en París para disfrutar del desenfreno. Ahora Zula interpreta la canción
en francés y la traducción la aleja del sentido original. Se mantiene la bella melodía,
pero ha desaparecido la fuerza de lo auténtico. Zula se emborracha, el jazz
parisino le resulta demasiado sofisticado, habla sola frente al espejo del baño
y luego en el L’Eclipse se sube a la barra en completo descontrol. Huye de las
noches francesas y retorna a Polonia. Los amantes vuelven a separarse, el amor ya
no es suficiente.
Wiktor ingresa ilegalmente a Polonia (1959)
y lo condenan a quince años de cárcel. Zula logrará rescatarlo (1964) gracias a
la ayuda de Kaczmarek. Ahora interpreta ritmos tropicales y se presenta con una
peluca ante un público que no aprecia lo tradicional. Wiktor tiene los dedos
quebrados y la música ha quedado atrás en su vida (potente metáfora).
Sentados en el suelo del baño, Zula
le pide que la lleve lejos y sus ojos reflejan desesperanza. Huyen en autobús
hasta un cruce de caminos y se detienen en las ruinas de una iglesia. Se
arrodillan ante un fresco con el rostro de Cristo derruido por la humedad.
Junto a una vela alinean pastillas para suicidarse.
«Nunca te dejaré, hasta que la muerte
nos separe», resulta cruel, pero acaso el único destino posible para disfrutar
de los breves momentos que les quedan por delante.
Vuelven al cruce de caminos. «Vayamos
al otro lado», a cruzar la última frontera del tiempo, para concluir ese camino
labrado entre las ruinas de la guerra.
El asiento queda vacío, la elipsis concluye esta historia de amor enmarcada en otra Historia imposible.
Es destacable la relación 4x3 de la pantalla que utiliza el director de fotografía (Lukasz Zal) y los encuadres del director aprovechan ese formato cuadrado para regalarnos hermosos planos fijos con mucho aire, en cambio las escenas íntimas exploran los primeros planos, todo sincronizado en un montaje perfecto. La escena del club de jazz L’Eclipse es particularmente hermosa, su profundidad de campo y un exquisito movimiento de cámara resalta aun más la fotografía rica en luces y sombras.
El guion y la factura técnica son extraordinarios, aunque la belleza de los encuadres y las piezas musicales nunca dejan ver el hilván. Esa belleza estilística permite agudizar el conflicto, constituyendo un contrapunto con el halo de tristeza que ronda a los amantes. Es una belleza elegante, pero austera y durante el metraje se va desvaneciendo a través de la música. La desesperanza se hace insostenible cuando Zula deja atrás su repertorio folklórico, mientras Wiktor ya no puede tocar el piano para acompañarla. La música los unió, se volvió cínica con los años y sólo quedaron los despojos de un amor intenso que nunca encontró su tiempo ni lugar.
Publicada en Revista Occidente N°493 Mayo 2019
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