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El asesinato de la familia Borden (2018)

( Lizzie )

Dirigida por Craig William Macneill




Película de argumento soterrado estructurada según las características de un iceberg. Se muestra un diez por ciento al inicio, para deshilvanar el otro noventa por ciento bajo la superficie, todo desplegado dentro de un mecanismo de doble racconto que da cuenta, en términos matemáticos, de una doble derivada que resulta de interrelacionar los excesos de la aristocracia con una misoginia asfixiante. Lo significativo de esta ecuación es que a pesar de que esos mundos son eminentemente masculinos, la película transita en torno a las decisiones de las dos mujeres protagonistas, de distintas clases sociales, respetando el punto de vista de quien da nombre al relato.

El símbolo del iceberg funciona debido a que Lizzie es un personaje perturbado, rebajado por la figura paterna y arrinconado por el lugar que la sociedad tiene reservado a la mujer. Las imágenes son oscuras dado que el personaje está sumido en tinieblas desde la primera infancia y su razonamiento se vuelve glaciar, desprovisto de la gama de emociones que se considera normal.

«Me da vergüenza ser su hija», le confiesa a Bridget. Lizzie es la hermana menor de las dos hijas que tuvo Andrew Borden en su primer matrimonio. Bridget, la sirvienta que llega a la casa a hacerse cargo de las labores domésticas. Su llegada coincide con el comienzo de un largo racconto que narra los eventos sucedidos antes de los asesinatos. La cinta se viste bajo ropajes de intriga en la primera hora del metraje, donde los personajes actúan según lo acontecido, pero dejan sin muchas luces a los espectadores.

Los primeros tres minutos conforman un travelling sobre las dos mujeres, mirando los sucesos desde el patio de la casona, donde Bridget limpia con impaciencia los vidrios que enturbian la acción.

El final del racconto es marcado por los gritos de Lizzie. «Alguien mató a mi padre… Llama a la policía», le ordena a Bridget que titubea ante la violencia que ya se adivinaba en los planos indirectos del inicio, planos fijos que dan cuenta de los cadáveres de Andrew y Abby Borden. La madrastra nunca tuvo hijos con Andrew y estaba destinada a pasar sus días al interior de la casa como correspondía a las mujeres de finales del siglo XIX en la región conocida como Nueva Inglaterra. Se percataba perfectamente de las infidelidades de su marido, se las enrostraba, pero asumía la misoginia reinante con el fin de guardar las apariencias dentro de esa sociedad opresora.

Lizzie mantenía una vida reservada en el segundo piso del inmueble y tras un evento social nos enteramos de que sufre de epilepsia. La patología es un dato anecdótico que sin embargo era interpretado como una señal de debilidad y vergüenza por parte del padre, a quién no cesan de llegarle cartas con amenazas de muerte.

El aire viciado es el telón de fondo de la historia. La sociedad asfixia a sus habitantes, en particular a las mujeres, pero además Lizzie manifiesta cierta tendencia al desorden mental. El origen de sus aflicciones pudo ser la muerte de su madre biológica a los tres años o bien se podría explicar por los maltratos verbales del padre y de la madrastra, siendo estos últimos una especie de exorcismo ante la deshonra a que la expone su marido.


En el primer racconto se detallan complejidades emocionales de índole subterráneo. Abby le cambia el nombre a Bridget, mientras Lizzie muestra afecto por la muchacha y le enseña a leer. Se conoce la bochornosa forma en que Andrew hizo su fortuna a costa de los granjeros de la localidad. El padre prefiere heredar la fortuna a un hermano despilfarrador, en perjuicio de las hijas del primer matrimonio. Descuartiza las palomas de su hija y se las sirve al almuerzo, violenta en todas sus variaciones a una persona que considera más débil. Mantiene relaciones sexuales a la fuerza con Bridget y cuando se entera tras los vidrios de que ella mantiene un idilio con su hija, castiga a esta última y la califica de abominable. Las escenas lésbicas muestran emociones desbordadas, no son casuales. Lizzie esconde la rabia y en su delirio desearía proteger a su amante (Bridget), esconde los celos ante su abusivo progenitor y no los deja fluir, la rabia termina incubando una furia que congela cualquier sentimiento. Estos acontecimientos previos llegan a su fin con la protagonista mirándose al espejo, escuchando una caja de música y arrancándose el medallón que le recuerda a su madre.

Chloë Sevigny hace gala de un amplio registro actoral. Nunca queda claro si está utilizando a Bridget para cumplir su plan perfecto o bien siente aprecio por ella. El tono de la película está marcado por esta indefinición, algo alienada y que avanza a ritmo lento y despiadado.

Transcurrida una hora, la cinta ha desplegado suficientes motivaciones para que Lizzie haya cometido los crímenes por mano propia. Hay elementos de desequilibrio en su rostro, pero el espectador sabe con certeza que no tendrá escapatoria. Si no toma las riendas, el padre o su tío la encerrarán en un manicomio y quedará sin fortuna sometida al designio patriarcal. Al quemar el testamento su mente se ha vuelto fría y calculadora. Habita un mundo misógino que no le permite actuar como persona. Su salud tampoco la acompaña y el único afecto perceptible ha sido el affaire con la sirvienta. Al inicio sus únicos amigos eran las palomas y que ahora revuelan expectantes sobre la casa. Las emociones truncadas han impedido que la energía fluya naturalmente y la propia naturaleza se muestra inmóvil.

El espectador ahora navega informado y descubre que estamos vivenciando un thriller caracterizado por escenas de suspenso. Lo único que queda por dilucidar es la participación de Bridget en toda esta historia. Si los caminos de la hija aristocrática están coartados, los de la sirvienta simplemente no tienen cabida. No es merecedora de compasión por parte de la sociedad, tampoco Andrew ha mostrado escrúpulos al volverla una presa sexual. Si lo delata, Andrew Borden utilizará su prestigio social para enterrarla en vida. Prefiere soportar la deshonra antes que pasar hambre. Una carta le informa que su madre ha muerto y Lizzie la consuela, por un instante Bridget abriga alguna esperanza.

Las escenas de sexo son particularmente emotivas, implican un desahogo ante la opresión, una única salida. Lizzie ve cómo su amante es arrebatada por su progenitor y esa pulsión sexual no encontrará un cauce natural, se desbordará irremediablemente.


El segundo racconto de quince minutos narra los hechos posteriores a los asesinatos. Lizzie es llevada a prisión y el juicio es llevado a cabo a puerta cerrada dada su condición aristocrática.

Una tercera derivada implicará que los que nacen en cuna de oro pueden cometer cualquier acto de salvajismo. El padre guillotina las cabezas de las aves (los afectos de la hija) y le hace comer la carne de las palomas. Engaña a su mujer con prostitutas e incluso se acuesta con la criada en sus propias narices. Lizzie quiere hacer valer sus derechos a pesar de ser mujer y cometerá el acto violento que se nos muestra al inicio de la película.


Comienza el tercer acto, el asesinato propiamente tal. Lizzie avanza desnuda por el aposento de su madrastra y toda la violencia contenida es desatada en una decena de golpes de hacha hasta desfigurar a la mujer frente al espejo. La cinta fue desarrollándose con frialdad y a pesar de la violencia descomunal, esos hachazos se sienten fríos, desconectados del cerebro de la protagonista. Aparece Bridget para dar cuenta del padre y su condición inferior le impide atentar contra su patrón, a su clase social le está vedado actuar sin límites, un juez no tardaría ni un segundo en condenarla a la horca. La secunda Lizzie que actúa sin compasión, entregándose a la furia animal, asestando innumerables golpes de hacha en el rostro de Andrew.

El juez no la creerá capaz de acto semejante y la declarará inocente gracias a su cuna. Bridget observó aterrada la violencia con que su amada da cuenta de otro ser humano. No la reconoce. Tuvo la fuerza para testificar en su favor e incluso la fue a ver en cautiverio.

«Nunca quise nada de ti… No me busques», son las últimas palabras que pronuncia Bridget antes de alejarse en un vagón de tren que viaja al otro lado de Estados Unidos, a miles de kilómetros de distancia. Lizzie abrigaba delirios de una vida juntas, dos lesbianas a fines del siglo XIX, un sueño imposible. Las palomas sobrevuelan la cárcel, pero se alejan ante la crueldad que mostraron las imágenes de los asesinatos.


Lizzie quedará sola, absuelta de cargos, jamás se casó. En su testamento donó su fortuna a una fundación de ayuda humanitaria. Las sospechas de Bridget, de haberla utilizado eran infundadas, esa mujer despiadada sentía culpa por sus actos, evidenció una complejidad que no responde al patrón de una psicópata. Su madre la abandonó a edad temprana, su padre la denostó en vida y la sociedad se preocupó de no dejarle escapatoria. Lo único genuino fue esa pasión por Bridget, esos sueños delirantes de una vida juntas en una sociedad que castigaba fuertemente la homosexualidad. Nunca quedó del todo claro si Lizzie era una mujer desequilibrada, más bien no tenía otra opción que aislarse de la sociedad.

Bridget jamás tuvo oportunidad ni siquiera de soñar, prefirió creer que Lizzie la engañó, antes de someterse ante la furia con que la sociedad castiga a las de su clase.


©Aníbal Ricci

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