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Dallas Buyers Club (2013)


Dirigida por Jean-Marc Vallée


©Aníbal Ricci
 
Publicada en Revista Occidente N°490 Enero 2019

«A veces siento que estoy peleando por una vida que no tengo tiempo de vivir», frase de una precisión y profundidad narrativa a la altura y perfectamente equilibrada con la metáfora cinematográfica que nos propone este director canadiense. Qué es vivir sino una lucha contra el tiempo, un goce permanente de las elecciones que adoptamos. La frase proviene de los labios de un cowboy de rodeo adicto a las drogas y las mujeres, aunque también adicto a vivir bajo sus propios términos. Ron Woodroof (contenida y lograda actuación de Matthew McConaughey) es un texano de escasa educación, pero con la suficiente lucidez para darse cuenta de cómo funciona el sistema. Un tipo gozador, más bien solitario, en cierto sentido un egoísta empedernido.


El mismo ego destructivo que asoma al comienzo de la cinta, este hombre valiente y encarador lo vuelca a su favor, venciendo prejuicios que le ha inculcado su origen social. El protagonista es un electricista; su padre le heredó el oficio además del alcoholismo. Un hombre profundamente homofóbico que no entiende (y se niega a aceptar) la razón de haber sido diagnosticado portador del VIH con un horizonte de treinta días de vida. Su primera reacción es negar la enfermedad y sumirse en drogas y alcohol. Inconscientemente, no quiere pensar en la enfermedad y desea seguir adelante con su existencia, haciendo un paréntesis a su pasión de montar toros.


Quizás entiende que está enfermo cuando sus amigos de juerga lo rechazan por considerarlo maricón. Se consigue fraudulentamente AZT cuando todavía era una droga experimental. Un grupo de médicos se da cuenta de que tiene acceso no autorizado a la droga y a partir de ese momento Woodroof empieza su lucha contra el sistema químico-farmacéutico estadounidense.


Los episodios de excesos están muy bien dosificados, lo justo y necesario para dar humanidad a Ron. La película no se interna en ese laberinto facilista y explora en el descubrimiento del ser humano que vive en su interior. Woodroof no es un santo, al principio sólo quiere hacer negocios introduciendo en Estados Unidos drogas no autorizadas por la FDA (Food and Drug Administration) y en el afán por ampliar la cobertura se asocia con un travesti de nombre Rayon que también tiene Sida.


Resulta obvio que la película abordará el tema de las patentes de medicamentos autorizados, un mercado tan multibillonario como el de las armas, pero la narración tampoco se pierde por esos senderos, en cambio, se centra en las relaciones humanas, en la asociación de personas que luchan por una misma causa. Ron y Rayon no sólo son socios comerciales; terminan respetándose como amigos sin caer en sensiblerías. El amor improbable (más bien el cariño y respeto) entre Ron y la doctora Eve Saks es un ingrediente necesario. Para cuando Ron le confiesa «quiero que mi vida signifique algo», los espectadores ya sabemos de qué se trata y la trayectoria de sus últimos siete años lo convierten en un verdadero dios. «El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre» (El mito de Sísifo, Albert Camus).

A esa altura del metraje son seres desprejuiciados que comparten una cerveza bebiendo de la misma botella, conmovedora escena que nos hace dejar atrás de un plumazo las escenas sobrecargadas de la Philadelphia (1993) de Jonathan Demme, película necesaria en su momento, pero Dallas Buyers Club es mucho más honesta, definitivamente más bella y resistirá con dignidad el paso del tiempo. La metáfora de que la vida es «la hora de montar toros», es perfecta.

Película que respeta una narración cronológica clásica, sin pretensiones, con diálogos de envergadura.

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