Dirigida por Jean-Marc Vallée
©Aníbal Ricci
Publicada en Revista Occidente N°490 Enero 2019
«A veces siento que estoy peleando por una
vida que no tengo tiempo de vivir», frase de una precisión y profundidad
narrativa a la altura y perfectamente equilibrada con la metáfora
cinematográfica que nos propone este director canadiense. Qué es vivir sino una
lucha contra el tiempo, un goce permanente de las elecciones que adoptamos. La
frase proviene de los labios de un cowboy de rodeo adicto a las drogas y las
mujeres, aunque también adicto a vivir bajo sus propios términos. Ron Woodroof
(contenida y lograda actuación de Matthew McConaughey) es un texano de escasa
educación, pero con la suficiente lucidez para darse cuenta de cómo funciona el
sistema. Un tipo gozador, más bien solitario, en cierto sentido un egoísta
empedernido.
El mismo ego destructivo que asoma al comienzo
de la cinta, este hombre valiente y encarador lo vuelca a su favor, venciendo
prejuicios que le ha inculcado su origen social. El protagonista es un
electricista; su padre le heredó el oficio además del alcoholismo. Un hombre
profundamente homofóbico que no entiende (y se niega a aceptar) la razón de
haber sido diagnosticado portador del VIH con un horizonte de treinta días de
vida. Su primera reacción es negar la enfermedad y sumirse en drogas y alcohol.
Inconscientemente, no quiere pensar en la enfermedad y desea seguir adelante
con su existencia, haciendo un paréntesis a su pasión de montar toros.
Quizás entiende que está enfermo cuando sus
amigos de juerga lo rechazan por considerarlo maricón. Se consigue
fraudulentamente AZT cuando todavía era una droga experimental. Un grupo de
médicos se da cuenta de que tiene acceso no autorizado a la droga y a partir de
ese momento Woodroof empieza su lucha contra el sistema químico-farmacéutico
estadounidense.
Los episodios de excesos están muy bien
dosificados, lo justo y necesario para dar humanidad a Ron. La película no se
interna en ese laberinto facilista y explora en el descubrimiento del ser
humano que vive en su interior. Woodroof no es un santo, al principio sólo
quiere hacer negocios introduciendo en Estados Unidos drogas no autorizadas por
la FDA (Food and Drug Administration)
y en el afán por ampliar la cobertura se asocia con un travesti de nombre Rayon
que también tiene Sida.
Resulta obvio que la película abordará el tema
de las patentes de medicamentos autorizados, un mercado tan multibillonario
como el de las armas, pero la narración tampoco se pierde por esos senderos, en
cambio, se centra en las relaciones humanas, en la asociación de personas que
luchan por una misma causa. Ron y Rayon no sólo son socios comerciales;
terminan respetándose como amigos sin caer en sensiblerías. El amor improbable
(más bien el cariño y respeto) entre Ron y la doctora Eve Saks es un
ingrediente necesario. Para cuando Ron le confiesa «quiero que mi vida
signifique algo», los espectadores ya sabemos de qué se trata y la trayectoria
de sus últimos siete años lo convierten en un verdadero dios. «El esfuerzo
mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre» (El mito de Sísifo, Albert Camus).
A esa altura del metraje son seres
desprejuiciados que comparten una cerveza bebiendo de la misma botella,
conmovedora escena que nos hace dejar atrás de un plumazo las escenas
sobrecargadas de la Philadelphia (1993) de Jonathan Demme, película necesaria en su
momento, pero Dallas Buyers Club es mucho más honesta, definitivamente más
bella y resistirá con dignidad el paso del tiempo. La metáfora de que la vida
es «la hora de montar toros», es perfecta.
Película que respeta una narración cronológica
clásica, sin pretensiones, con diálogos de envergadura.
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