Dirigida por Luis Ortega
©Aníbal Ricci
Publicada en Revista Occidente N°487 Octubre 2018
Esta película podría haber sido filmada por
Quentin Tarantino, al integrar el uso del color y banda sonora como personajes.
De igual forma, Luis Ortega le otorga ritmo endemoniado a la acción, aunque hay
pasajes no tan logrados y escenas que rompen con la magia del montaje. Convengamos
que Tarantino es un director avezado insertando música a secuencias fulminantes y que
la habitual puesta en escena de cómic del estadounidense deja a Ortega un
peldaño más abajo.
«Basado en hechos reales», tampoco es un
apelativo correcto para colocar como subtexto. Se trata de una libre
interpretación de la personalidad de un criminal que realizó sus fechorías en
Argentina (una decena de homicidios y alrededor de cuarenta robos) a comienzos
de la década de los setenta. Es una apuesta arriesgada del director sugerir una
extraña explicación al germen que lleva a Carlos Robledo Puch, hasta cumplir
los veinte años, a convertirse en el asesino apodado «el ángel de la muerte»
por su semblante juvenil y atractivo de estrella de cine, a pesar de que la brutalidad
de su accionar haría pensar en un ser despiadado.
Luis Ortega pone a su protagonista a
interpelarnos en primera persona. ¿Nadie
considera la posibilidad de ser libre?, pregunta al espectador, una frase
que pareciera banal en los labios de Carlitos (le gusta que lo llamen así) pero
que nos invita a una travesía más lúdica, libre de todo cuestionamiento moral,
acaso el superhombre de Nietzsche en etapa infantil.
Es claro que el autor de múltiples asesinatos
no debería evidenciar un pensamiento tan naíf, convirtiendo al protagonista en
un artista que se expresa con una ingenuidad deliberada. Insisto en que la
realidad no le acomoda a Robledo Puch, como tampoco sus pulsiones sexuales
(¿homosexualidad?) serían suficiente argumento científico para explicar su
conducta delictual. Es tal su inocencia al cometer los crímenes que el
espectador queda atrapado en una sensación de
querer acogerlo para mostrarle el camino correcto. Estaremos de acuerdo en que
considerar artista a un homicida es una aberración, pero el cine hollywoodense,
particularmente el de Tarantino, suele mostrarnos la violencia como una obra de
arte, logrando escenas tragicómicas, como la de Jules y Vincent en Pulp
Fiction (1994), una muerte accidental, jocosa y brutal al mismo tiempo.
No obstante, Luis Ortega ha puesto la mira en
un punto intermedio entre la realidad y el arte. Quizás sin mucha consciencia
Carlitos interpreta un accionar despreocupado, incluso bailando al espectador
frente al mismo encuadre de una habitación impecable al comienzo del metraje y
que hacia el final aparece derruida, con la misma música de fondo que marca el
contrapunto.
El director imprime cierta apatía indefinible (mérito
de un novel Lorenzo Ferro) al rostro de Robledo Puch, quizás parezca autismo o
indiferencia, pero refleja la discrepancia de un ser libre ante el concepto
moderno de «propiedad privada», simplemente no la entiende, he ahí la
genialidad del personaje. Esa simple proyección de la personalidad de Carlitos
hace que valga la pena visionar El Ángel y en ese preciso instante
Luis Ortega se desmarca positivamente del cine de Tarantino, imprimiéndole alma
y dejando la viñeta de lado. No hay una descripción de asesino serial, sino una
interpretación alternativa de la realidad.
La película registra erratas en la
ambientación de época, aunque parece coherente que un personaje que no se
contenta con su realidad (clase media) esté profundamente desligado de la
situación política y social del país. No evidenciamos el peligro que corren los
amigos al ser detenidos por conducir sin documentos en un momento histórico
donde la sospecha estaba a la orden del día. El
surgimiento durante aquella época de sucesivos gobiernos dictatoriales no está
presente en el rodaje. El director filma las andanzas del personaje (la
cronología la impone Carlitos) y el espectador no entiende del todo el origen
de su comportamiento. Más que una falencia, es algo que causa extrañeza. Nunca
se sabe si proviene de una mente desequilibrada, de un desinterés por la vida o
es el símbolo de una sociedad enferma. Los únicos vínculos afectivos los
expresa por su amigo (al que desea impresionar) y por su madre (contemplando su
cariño). Las muertes no tienen emoción, al igual que los asaltos, el director
va filmando paso a paso el desencanto del protagonista por la sociedad en la
que le tocó vivir. No es un delincuente común, pero ese desencanto es el germen
de la violencia de todos los tiempos, por lo que intentar achacarle al director
una falta de rigurosidad histórica no tiene sentido.
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