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Laura (1944)


Dirigida por Otto Preminger

©Aníbal Ricci

«Su encanto conquistó a todos… los hombres la admiraban… las mujeres la envidiaban», le confidencia Waldo Lydecker al teniente Mark McPherson, detective que lleva el caso del brutal asesinato de Laura Hunt, cuyo rostro fue desfigurado por dos tiros de escopeta. La narración comienza con la voz en off de Waldo, dando cuenta del contenido de su columna de sociedad. Claramente él es uno de los sospechosos, se lo hace saber McPherson mientras acompaña a Waldo al restorán donde ellos solían acudir.


En medio de elegantes travellings, siguiendo el punto de vista de Lydecker, el director nos lleva al pasado a través de un largo flash-back, contándonos cómo conoció a Laura y cómo le fue sugiriendo que cambiara su peinado y vestimenta hasta transformarla en una mujer distinguida. Lydecker es un sujeto debilucho, muy presumido, deja traslucir ciertos rasgos de homosexualidad. Laura era su objeto de adoración, los travellings envolventes darán cuenta del orgullo que sentía por su creación.


El detective McPherson se muestra seguro de los pasos de la investigación mientras se hace acompañar de los propios sospechosos en los interrogatorios. Es suspicaz, en cada pesquisa deja al descubierto las mentiras con que pretenden confundirlo.


La narración cambia constantemente de punto de vista: unos parecen proteger (Shelby Carpenter) y otros inculpar (Waldo), dotando a la cinta de ambigüedad y contribuyendo a generar una atmósfera de misterio en torno a la figura ausente de Laura.


A mitad del metraje, el detective se queda a dormir en el domicilio de ella, huele sus perfumes y bebe su cognac. Se duerme en el sofá mirando el retrato de la mujer, en una actitud enfermiza algo necrófila. La cámara se desplaza desde la pintura al detective, cuando de pronto aparece Laura gozando de buena salud.


Descubrirá que el cadáver era de Diane Redfern, una modelo de la agencia, y todos los dardos parecen apuntar a Shelby Carpenter (el despreciable vividor) como el autor material del homicidio. McPherson se lleva a Laura para interrogarla, está seguro de su inocencia y de que ha caído bajo el embrujo de la mujer, antes un fantasma, ahora de carne y hueso.


El guion es intrigante, manteniendo el suspenso hasta los últimos minutos, justo el momento en que el detective descubre que el asesino es Waldo Lydecker, que ha actuado por celos y que jamás estuvo dispuesto a que tipos duros y musculosos como Jacoby (el pintor del cuadro), Shelby o el propio McPherson pudieran poseerla. Antes la preferirá muerta y justo en ese instante nos damos cuenta de que la historia ha sido narrada por un occiso, a través de las palabras de su última columna en el periódico.


Al final, le disparan al homicida (que mató por error a Diane) mientras el reloj destrozado sugiere que los días de Lydecker han concluido.


El espectador volverá a encontrarse con un hablante proveniente del más allá en El Crepúsculo de los Dioses (1950) de Billy Wilder, y la devoción patológica por una mujer muerta (que resucita) volverá a las pantallas en Vértigo (1958) de Alfred Hitchcock.


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