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Encuentro cercano

©Aníbal Ricci

Ese año tocaba cambio de curso y para variar estuve enfermo la primera semana de clases. Algo tan arbitrario como estudiar francés o alemán nos dividió para siempre. Recién en la segunda semana conocí a mis compañeros. Cada vez que empezaba un ciclo escolar me compraban zapatillas nuevas y al igual que en años anteriores me regalaron un par de NorthStar. Duras como palo y con la particularidad de no romperse nunca. ¡Cómo odiaba esas zapatillas! Eran horribles y todos en el liceo tenían las mismas. Parecía que las madres se ponían de acuerdo y nosotros obligados a usarlas, puesto que eran las únicas que estaban dispuestas a comprarnos.

Ese año traté de integrarme mejor con mis compañeros, pero las amigdalitis dijeron otra cosa. Cada vez que lograba enganchar con el grupo de avanzada, volvía a caer enfermo y de paso me perdía las fiestas. No me quedó otra que pedir cuadernos prestados para ponerme al día. Me transformé en un buen alumno y mi mundo social se redujo. Jurgen siguió alemán, como era de esperarse, y al menos los recreos no se hicieron tan aburridos.

Mi gran amigo era el Pato. No estudiaba en el liceo y por lo mismo la mayor parte del tiempo giraba en torno a lo que estaba fuera del colegio. Nuestro mundo daba vueltas en torno a las bicicletas y a los interminables juegos de Metrópoli. Jurgen se cambió a unos departamentos y en las pichangas de fútbol también se hizo amigo del Pato. Nos transformamos en los tres mosqueteros. Fue un período en que nos dedicamos a hacer paredes con las cunetas y a ver televisión hasta que se acababa la programación. Todas las tardes terminábamos transpirados como chancho corriendo tras una pelota. Armando los equipos con toda la vecindad conocimos a Ferrando, a Jahl y al resto de los moradores del edificio de Jurgen. Nos prodigábamos los mismos fouls todos los días y al oscurecer seguíamos siendo amigos. Lo más entretenido eran los fines de semana. Transcurrían noches enteras jugando Metrópoli, mientras la mamá del Pato nos preparaba sándwiches de aceituna. Jurgen siempre perdía y se picaba con nuestras tallas. Alargábamos hasta el otro día aquello de comprar casas y edificios. Recuerdo que cada uno tenía sus barrios regalones y nuestro humor cambiaba cuando alguno iba ganando, haciendo alianzas truchas y zancadillas de la peor calaña. Cambiábamos los precios de las compañías para hacerlo más entretenido, pero al final, se transformaba en otro juego bastante menos lúdico. Durante el día acudíamos temprano a los rotativos del centro y a veces nos quedábamos viendo la misma película. Memorable fue cuando dieron Sólo para tus ojos, de la saga de James Bond. La primera pasada la presenciamos respetuosamente, pero cuando inició la segunda, nuestros comentarios de verdad molestaban a la gente. Apostábamos que explotaba el auto de Bond o que la chica aparecía con una citroneta. Cuando empezaron a chiflar y volverse amenazantes, abandonamos discretamente nuestras butacas. Terminábamos tomando onces en el Café Paula, recordando películas de años anteriores.

Recordé una tarde especial y a mi antiguo profesor jefe. Fernando López nos llevó por primera vez al cine. Subimos al bus del colegio y emprendimos el viaje hacia el centro de la ciudad. Recuerdo los cánticos: Andar en tren... es lo mejor... se tira el cordel... y se para el tren... También el chistoso grito del colegio: «Chuzo, picota y pala... Liceo Manuel de Salas». Estacionamos frente a un letrero que sobresalía del edificio: Cine Alfil. Un poco más abajo se leía Encuentros cercanos del tercer tipo. Permanecimos un buen rato en el hall de entrada, mientras los adultos compraban las entradas en la boletería. Los afiches destacaban a un tal Steven Spielberg, que aparecía escrito por todos lados. Las primeras imágenes eran brumosas. En el desierto de Sonora aparecía un jeep en primer plano. Bajaban unos científicos maravillados con el hallazgo de unos aviones desaparecidos en la Segunda Guerra Mundial. En otro desierto al otro lado del mundo, los científicos encontraban un barco encallado que también había desaparecido hace muchos años. Aparecían cientos de personas entonando mantras en la India: Sol, La y Fa eran las notas, según nos dijo nuestra profesora de música a la clase siguiente. Las escenas más increíbles correspondían a los avistamientos de ovnis. Yo era uno más entre los espectadores mirando hacia el cielo. Veía con sus mismos ojos aquellas naves luminosas. Un niño del porte de la pantalla miraba fijo hacia unas luces rojas. No tenía miedo, creía que las naves eran juguetes y a continuación era raptado por los extraterrestres. Un hombre alucinaba con un monte en sus sueños, se le aparecía en la espuma de afeitar, para acabar haciendo una réplica dentro del living de su casa. Toda esa locura se quedó grabada para siempre en mi cabeza. El hombre y la madre del niño encontraban finalmente el lugar donde se hallaba el monte que habitaba sus mentes. Descubrían las instalaciones científicas y aparecía una constelación de naves extraterrestres que se comunicaban a través de sonidos. Las mismas notas musicales que los ovnis habían dejado oír en la India. Se establecía un diálogo con las pantallas humanas, donde las notas Sol, La y Fa eran el abecedario de la conversación. De la nave descendían decenas de hombres y niños desaparecidos en el pasado. Finalmente, el señor de las alucinaciones desaparecía rodeado de seres luminosos. Recordaba bien las imágenes de aquella película. Serían responsables de mi futura devoción por el cine. Un estado de melancolía que se prolongó desde la misma tarde lluviosa de esa función.

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