©Aníbal Ricci
Cuando
niño pedaleaba para llegar a un lugar lejano. Un kamikaze descendiendo desde la
cima del cerro San Cristóbal, afirmándose de unos fierros endebles, perdía el
control y enfrentaba autos, los esquivaba, suponiendo que yo no era humano como
tampoco los hombres tras los parabrisas. Mi espalda intacta permitía agazaparme
y evitar contacto con otros fierros más seguros, envolventes, corazas
protectoras que relucían bajo el sol. Mi corazón bombeaba sangre a las piernas
y los platos se iban deformando. Subía en quinta para pedalear menos y avanzar
más rápido. Evitar árboles y problemas mentales. Sobre cuarenta y un grados, el
calor pierde sustancia, la mente moldea realidades imaginarias. Alimañas y
dibujos animados conviven en mi cabeza. Scooby Doo huye de fantasmas que se
esconden en las esquinas, estacionados, ocultos tras parabrisas que no
transparentan intenciones. No entendía mi cuerpo como tampoco los empujones
tras los arbustos. Aquella parte servía para expulsar líquidos tragados por mi
boca. Ahora la fiebre confunde los propósitos biológicos. Me sumergen en la
tina de baño, queriendo hacer desaparecer mi respiración. Pedaleo y tenso la
musculatura. Avanzo sin mirar queriendo alcanzar otras cimas. Vuelo por el aire
ante la embestida de un Volkswagen. Observo los fierros endebles destrozados en
medio de la calle. Desearía seguir volando en sueños, deslizándome a toda
velocidad. Pero aterrizo contra el asfalto y mi espalda se quiebra. Temo descubrir
que la coraza esté dañada. Me pongo de pie, como dice Carcuro, y mi esfínter se
abre placenteramente. Me cago en los pantalones y retorno a casa con los
fierros sobre mi espalda. "No me pasó nada", mi bicicleta quedó
destruida. Mejor no dar detalles para que los padres no se alarmen. Los dolores
vendrán en los próximos meses y adormecerán mis piernas. "Una doble
fractura lumbar", dijo el médico. Receta luz y ultra sonido, meses sin
resultados alentadores, hasta que un quiropráctico descomprime la espalda en
cinco sesiones. Estoy listo para correr de nuevo, diez kilómetros diarios, a
veces quince. Correr libera mi conciencia. Hace que olvide el pasado y navegue
por un presente sin límites. Estoy dañado por dentro, pero correr me hace sentir
un superhombre. Escalo montañas para llegar a un glaciar. La belleza hace
olvidar a los que sufren mal de altura y pareciera que sus cabezas fueran a
estallar. Es solo dolor, sigan corriendo y pronto se les pasará. La nieve se
torna verde y flotan hielos sobre el agua. No siento el frío, será hermoso
subir más arriba. El dolor permanece y supongo que morir significa dejar atrás
el presente. Correr hasta el infinito hasta que el cuerpo no dé un paso más. El
cansancio borrará los fantasmas y repetiré una y otra vez el último salto al
vacío. Pero de tanto forzar este cuerpo vuelven los dolores, otra vez físicos.
Voy disfrutando el atardecer, escuchando el reventar de las olas. Mi
respiración acopla mis zancadas al vuelo de las gaviotas. Luego de una hora
regreso donde mi mujer y el cuerpo fatigado esta vez es doblegado por dolores
del alma. No me puedo mantener en pie. Hace unos meses comencé a escribir una
novela. Nadie me ayudó y extravié la mente en laberintos. Escribir es doloroso,
pero descarga las culpas y permite el perdón. Le otorga belleza a este pasado
que nunca termina de ocurrir. Correr era más sano, lidiaba solo con el
presente. Pero las molestias a la espalda regresaban el pasado y ahora solo
puedo escribir. Quizás de ciencia ficción, del futuro, pero mis pensamientos no
perdonan. Siento culpa y no puedo eludir lo que siento. La depresión me
atormenta y mi mujer no entiende. No puedo hacer feliz a quienes me rodean. Mis
sentimientos van desapareciendo. Solo puedo conversar de fútbol con mi padre,
una carrera perdida antes de empezar. No hay propósito en este deambular. Voy
quedando solo y dilapidando mis bienes. Trabajar me hace daño, enciende
pensamientos delirantes de persecución. El sentimiento de pérdida está enquistado
en mis huesos, se han deteriorado aceleradamente. Mi cuerpo es la
representación del deterioro mental. No sé si la falta de miedo fue primero o
la ausencia de emociones. Quisiera haber llegado a ese lugar lejano, pero el
sol siempre se puso fuera del alcance del horizonte.
Texto incluido en la novela "El pasado nunca termina de ocurrir".
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