©Aníbal Ricci
Ese día llegué
temprano al departamento de Antonia. Aún no había regresado de sus clases de
turismo y me recibió Honorio. Ella nunca hablaba de su familia, por lo que
prácticamente no conocía a su hermano. Sólo sabía de su esquizofrenia y temía
que la conversación careciera de sentido. En sus palabras se notaba cuánto
quería a su hermana. Era su ángel guardián, tal cual había dicho Antonia. Contaba que ella lo acompañaba a correr o simplemente a caminar. Entre las
pocas cosas que contaba de su familia, ella había relatado esos paseos
con lujo de detalles. Decía que su hermano veía visiones, pero nunca quiso
contarme de qué se trataban. Era un secreto muy privado. Jamás hubiese
traicionado su confianza. Por esos pequeños detalles yo admiraba a Antonia. Era
capaz de entregarse por entero a quién necesitase de su ayuda. Honorio la
adoraba, debido a que era la única persona que lo escuchaba, al menos hasta ese
momento, porque yo también estaba interesado en lo que me estaba diciendo.
Hablamos un rato de música, había unos casetes sobre la mesa de centro,
pero de pronto, contó algo que me dejó para dentro. Empezó a hablar del
ajedrez, le gustaba muchísimo y lo había jugado durante muchos años. Dijo que ya no quería seguir moviendo las piezas; todos adivinaban sus
movimientos y encontraba que ya había jugado todas las partidas. Yo interpretaba
eso como que estaba cansado de vivir en este mundo. Pero sus palabras eran tan
poderosas, que hacían brotar imágenes en mi cabeza. Había dolor en su alma y lo
único que podía imaginar era su cuerpo doblado en un rincón de una habitación
vacía, con las manos protegiendo su cabeza, dándole la espalda a un tablero de
ajedrez en donde ya no se distinguían las típicas figuritas, sino su propia familia.
Había algo que no podía cambiar y eso lo destrozaba. Era un secreto que no lo
dejaba en paz. Cada palabra de Honorio encerraba una lucidez aplastante y, en
cierta forma, me hizo recordar a un amigo del colegio que enloqueció de amor
por una flaca de cabellos dorados. Carlos Fernández era un tipo tímido, de un
humor abiertamente de doble sentido. Un gran amigo que ocultaba su personalidad
tras sus lentes fotocromáticos. Lo pasamos la raja en la gira de estudios. Algo
pasó cuando volvimos a clases, a tercer año medio para ser más exactos. Me
ausenté las dos primeras semanas debido a una amigdalitis. Yo seguía con mis enfermedades,
pero Carlos se enamoró perdidamente de la flaca Dalmazzo. No volvió a ser el
mismo y sus tres más cercanos le perdimos la pista. Ese año hicimos el típico
paseo al refugio que tenía el colegio en la playa. Como olvidar esos clásicos
partidos nocturnos. A Carlos le encantaba remachar con su paleta tomada a la
manera tradicional, pero esa vez brilló por su ausencia. Ya le había empezado a
regalar flores a la flaca y eso era lo único que le importaba. Yo disfruté
mucho de ese paseo a El Tabo, siendo memorable la vez que bajamos al pueblo a
comprar alcohol. Con Rodrigo González no teníamos mucha plata y tuvimos que
conformarnos con una botella de Martini. Rápidamente nos escabullimos de los
profesores y regresamos al refugio por la quebrada. Nos tomamos el licor
por el camino. Estábamos completamente mareados para cuando llegamos al destino
y al metalero se le ocurrió jugar un partido de ping-pong. Todo iba a resultar
divertido; nuestros reflejos no eran ni la sombra de cuando la botella estaba
llena. Yo entré por la puerta y percibí que las paredes se movían. Estaba listo
para darle a la pelota, con mi paleta en la mano, cuando trash metal González irrumpe por la ventana, con tan mala cueva que
se fue de hocico contra la mesa de ping-pong. Lo que prometía ser entretenido,
terminó con los dos cagados de la risa y tirados en el suelo. Luego vino el
gran match, esperado por ambos, en
donde ninguno de los dos atinaba a darle a la pelota. Por ese entonces, yo estaba
más preocupado de pasarlo bien que de ayudar a Carlos Fernández. No
me di cuenta de cómo se desmoronó. Para más remate, yo era amigo de su amor
platónico. Te prometo que nunca le toqué un pelo, pero sí recuerdo a la flaca
decirme que estaba desesperada con tu acoso. Supongo que ahora estás bien e
imagino llegaste a entenderla. De verdad la tenías asustada. Después de ese
paseo, ya no fuiste más al colegio. Algunos te íbamos a ver a tu casa. Me
acuerdo de lo afligida que estaba tu madre, mientras tú nos hablabas de las
películas que habías visto. No creo que fuera muy bueno meterte en vidas
ajenas, creadas por mentes de veinticuatro fotogramas por segundo. A fin de
cuentas, el cine captura en sólo dos horas una vivencia que lleva años en
cristalizar. Creo que la concentración de emociones te era perjudicial por esa
época. Después sabíamos de ti por tu hermana y porque a veces aparecías por
mi casa. La última vez hablaste en lenguaje existencialista.
Kafka era una alpargata al lado de tus razonamientos. Todo lo que salía de tu
boca era filosofado y ahí comprendiste, o eso quiero creer, que debías olvidar
el mundo recorrido hasta ese momento. Tenías que nacer de nuevo para abrirte
camino entre desconocidos. Esta última explicación me la doy para estar
tranquilo con mi conciencia, pero la verdad es que espero que nos perdones por
no haberte podido ayudar. Así de profundas me parecían las palabras de Honorio.
Me hacían pensar en una vida más dura de lo que me había tocado vivir. No sería
el último diálogo que mantendría con el hermano de Antonia, como tampoco sería
la última persona esquizofrénica con que conversaría. En una época llegué a
pensar que yo era un puente para personas que habían extraviado el rumbo. Me
acordé de la amiga de mi hermana que de un día para otro se volvió anoréxica.
Lo que más me sorprendió fue la tristeza que había invadido su rostro. Antes no
me pescaba, pero ahora yo le resultaba cercano. Conversó conmigo como si fuésemos
amigos de toda la vida y de improviso se sacó la polera. Me mostró orgullosa su
desnudez. Sus senos habían empequeñecido, pero aun así eran hermosos. Me
preguntó cómo la encontraba y mentí. Le dije que estaba muy flaca y que
prefería su antiguo cuerpo. No sé si la convencí.
Desapareció de mi vida
como antes lo había hecho Carlos Fernández.
Texto incluido en la novela "El pasado nunca termina de ocurrir".
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