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Mediapista


©Aníbal Ricci

Las imágenes me torturaron durante semanas. Una y otra vez, fueron acumulándose en mi cabeza y hacían prolongar mi estado de shock. Quise dejar atrás lo ocurrido y olvidar de una vez por todas. No me quedó otra alternativa que evadirme viendo televisión. Necesitaba con urgencia distraer mis pensamientos y los monitos parecieron la mejor opción para que la mente me dejara en paz. El colegio se convirtió en otra agonía. Los profesores continuaban dictando materias que ahora carecían por completo de sentido. No era capaz de concentrarme. Sólo veía el movimiento de sus bocas que no sincronizaban con los sonidos. Hablaban otro idioma y yo sentía que estaba en otro lugar. Tampoco conversaba con mis compañeros. La confusión no permitía confiar y me veía obligado a tragar la rabia. Durante varios días no salí a los recreos y me transformé en un ser solitario que deambulaba por los pasillos del colegio recorriendo sus patios entre cientos de alumnos que parecían felices. Preferí no contar a mis padres. Aun cuando no sospechaba las consecuencias, resultaba mucho más fácil afrontar los problemas sin recurrir a los demás. Si involucraba a mis padres, se pondrían aprehensivos y en el futuro no me dejarían salir.

Una buena tarde, desempolvé mi bicicleta y recorrí calles sin rumbo para afrontar los miedos. Avancé por Irarrázaval y doblé en Pedro de Valdivia. Sus adoquines hacían tiritar mis manos sobre el manubrio. El remezón en mi cabeza me fue liberando y el movimiento de mis pies permitió que me alejara de cualquier recuerdo funesto. Seguí dándole a los pedales hasta llegar a Providencia. Algunos temores volvieron a invadirme, pero el aire penetraba en mis pulmones de forma violenta. Bien poco providencial resultó el nombre de la avenida que para mí tenía mucho de fatalidad. Apenas pude controlar mis pulsaciones, sin embargo, estaba seguro de no aventurarme por Apoquindo. No volvería a clases de yoga y por ningún motivo visitaría la importadora Kady International. De alguna manera, me las arreglaría para que mis padres no me llevaran al instituto. Mi mente ya no era racional y estaba dominada por el rencor. Ese odio infinito buscaba con desesperación un culpable. Me interné contra el tránsito por Pedro de Valdivia Norte y me detuve frente al teatro Oriente. Mis padres nos llevaban a ver películas de Walt Disney. No estaba seguro que me hubiesen gustado, pero en definitiva me fascinaba todo lo que rodeara al cine. Mis recuerdos eran acompañados de almendras cubiertas en caramelo. Al finalizar la función, siempre nos llevaban a un salón de té y nos convidaban un pastel que a esa edad parecía enorme. Ahora pedaleaba con intensidad para cruzar el río Mapocho. Sentado sobre el sillín observaba como el torrente desaparecía bajo mis pies. Sentía un leve rocío y, al cabo de segundos, me internaba por un barrio recién descubierto. El aire fresco me hizo olvidar los problemas. Al final, llegué a los pies del cerro San Cristóbal. Bajé de la bicicleta y me recosté en el pasto. Boca arriba veía las copas de los árboles y los rayos del sol colándose entre sus hojas. Reviví imágenes de las últimas semanas y se intercalaron con otras de mis compañeros de curso. Los escuché reír a carcajadas y mi angustia fue aumentando, al punto que ambas sensaciones se multiplicaron en mi cabeza. Me sumergí en las páginas de un libro y me propuse no pasar más vergüenzas en el futuro. Me empeñaría en estudiar para no experimentar otra humillación. Pensé en la nueva etapa que emprendería de ahora en adelante y me quedé observando a los ciclistas que escalaban el cerro en sus mediapistas. A partir de ese día volví a dormir tranquilo. Las imágenes se dispersaron y se ordenaron mis ideas. De algún modo, mis anhelos se materializaron en una bicicleta de carrera que me permitiría superar los obstáculos.

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