©Aníbal Ricci
Esto de ser metódico
me permitió tener mucho tiempo libre. Si había una prueba estudiaba lo
necesario y, por lo general, disponía de tardes enteras para recorrer la
ciudad. En el colegio habían repartido una lista con direcciones y yo sólo
debía sacarle kilometraje a mi mediapista azul. De a poco, fui visitando las
casas de mis compañeros. Algunas quedaban en La Reina y otras en Providencia,
aunque la mayoría vivía en la comuna de Ñuñoa. Al Pato le regalaron una Oxford de
otro color. Nos movilizábamos a todas partes y, sobre todo, recuerdo nuestros
ascensos al cerro San Cristóbal. Al principio utilizamos el cambio más liviano,
pero con el tiempo pudimos subir en tercera o en quinta. Si bien requería de
mayor esfuerzo, nos demorábamos muchísimo menos. La subida no solía ser
entretenida, pero el descenso era realmente emocionante. Desde las primeras
veces nos gustó bajar a lo kamikaze. Poníamos décima y pedaleábamos hasta que
nuestros pies giban en banda. Años más tarde, le instalaría un velocímetro
magnético para llegar a los sesenta kilómetros por hora. La hazaña la
repetíamos una vez por semana y cuando no tomábamos correctamente la curva,
debíamos cruzar a la pista contraria y esquivar los autos.
Una vez subimos en medio de una
intensa niebla. Al llegar a la terraza donde llega el funicular, montamos las
bicicletas al hombro y escalamos hasta la virgen por un sendero de tierra.
Ascendimos por su pedestal de cemento entre una bruma tan densa que, a cada
paso, fueron desapareciendo los peldaños. Nos suspendimos en el aire y apenas
distinguíamos la estatua virginal. Éramos los únicos moradores de una isla que
se perdía entre las nubes. Permanecimos en el lugar con la extraña sensación de
estar en el cielo. Oculto el sol comenzamos el descenso. La iluminación se
dispersó en el aire y nuestra visibilidad apenas alcanzaba unos metros. Subimos
en nuestras bicicletas y pedaleamos en dirección al vacío. Tuve que clavar mis
ojos al piso para distinguir el pavimento. La línea blanca desapareció y las
curvas quedaron a merced de nuestra memoria. Los pedales rozaron peligrosamente
los muros de piedra y lanzamos gritos para evitar estrellarnos. Sólo cuando
llegamos a los pies del cerro pudimos descargar la tensión acumulada.
Texto incluido en la novela "El pasado nunca termina de ocurrir".
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