©Aníbal Ricci
Por esa época empezaron
las fiestas. Mis compañeros ya no estaban para gorritos ni serpentinas y las
mujeres insistían en poner música. No siempre les resultaba, pero entre dardos
y pichangas de fútbol se las arreglaron para sacarnos a bailar. Una memorable
fue en casa de Rodrigo Peña. Le regalaron un disco de Kiss que todos quedamos
mirando perplejos. Eran espectaculares las fotos de la carátula. Aparecían los
integrantes del grupo con las caras pintadas. Todavía recuerdo la alegría
reflejada en su rostro. Rodrigo cumplía diez años, aunque lo más interesante
vendría al ocultarse el sol. No hubo baile como otras veces; las mujeres no
lograron convencernos. Tampoco fructificaron la botella envenenada ni dime
quién te gusta, hasta que alguien propuso jugar a la pieza oscura. No todas
estuvieron de acuerdo, pero algunas entusiastas explicaron las reglas. La
mayoría de los hombres nos animamos con el juego: entrar a un cuarto completamente
oscuro donde las mujeres esperaban a que las besáramos en la boca. Me acuerdo
que mi pareja fue Claudia Soler. La reconocí en la penumbra debido a que ella
usaba frenillos. No me importó; la verdad fue una experiencia placentera.
Mientras la besaba por primera vez, pensaba que ella era bastante más
experimentada en estas lides. Pero el placer no duró mucho porque uno de mis
compañeros fue más allá de los besos. Muchísimos años después, me encontraría
de nuevo con Claudia, en momentos que mi vida tambaleaba. Justo antes de
conocer a Gloria, y después de que me dejó abandonado en un departamento del
barrio Brasil. Fue Claudia la que tomó examen de mi estado mental luego de ese
apasionado romance. Pero después del primer beso no podía vislumbrar el futuro.
Sabía que nuestras lenguas eran compatibles, sin embargo, sólo fui valiente en
la oscuridad puesto que, a la luz del día, no me atreví a decirle que era yo quien
la había besado. Ni siquiera estuve en su fiesta, que coincidió con el
cumpleaños de mi mejor amigo. Ese día volvió a llover como en años anteriores.
Recuerdo que aparte de una autopista a control remoto, a Jurgen le regalaron
una espada de Star Wars que
resplandecía en la oscuridad. Él era Luke Skywalker mientras el resto
personificábamos a Darth Vader. Fue el último cumpleaños donde los adultos nos
prepararon sándwiches. El no haber ido donde Claudia Soler constituyó una
declaración de lealtad y aunque la mayoría de nuestros compañeros acudió a esa
fiesta, intuíamos perfectamente que por los amigos había que hacer sacrificios.
Texto incluido en la novela "El pasado nunca termina de ocurrir".
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