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SOLARIS (1972)

Dirigida por Andrei Tarkovsky

©Aníbal Ricci

 Publicada en Revista Occidente N°521 Octubre 2021

 

«Amas aquello que puedes perder», discurre Kris Kelvin, psicólogo y tercer integrante de la tripulación de la estación espacial que orbita el planeta Solaris (¿ficticio?). Acaba de arribar y se entera de que el doctor Guibarian se suicidó, producto de las alucinaciones que provoca el Océano viscoso que cubre la superficie de Solaris.

 

Los otros tripulantes son los doctores Snaut y Sartorius, científicos que no muestran gran hospitalidad al nuevo integrante. Kelvin le explica a Snaut lo que se puede perder: la esposa o bien el lugar de infancia. Precisamente su mujer murió hace diez años y ahora Océano ha materializado una idea de ella, pero no es sólo una visión, sino que es de carne y hueso, una “visitante” que lo besa, le habla y lo reconoce, aunque no recuerda ni comprende el presente. Desde el segundo día se le apareció Hari, estableciendo contacto emocional luego de expulsarla en un cohete al espacio exterior.

 

 

La esposa vuelve a aparecer al otro día y amenaza la misión encomendada: decidir si se abandona o no el proyecto Solaris. Los “visitantes” vienen de noche, logrando que los tripulantes alteren sus horas de sueño, utilizando el miedo que no desaparece al no poder dormir.

 

Hacia la mitad del metraje, los científicos abandonan los pasillos desnudos de la nave y celebran el cumpleaños de uno de ellos en una ¡biblioteca! sacada de contexto, con muchos libros, paredes cálidas color verde y madera, iluminada por un candelabro con velas encendidas. «No necesitamos otros mundos, necesitamos un espejo», declama Snaut algo alcoholizado, explicando la porfía de la humanidad por extender sus fronteras al resto del Cosmos. Descarta la idea de un “contacto” alienígena, «al ser humano sólo le hace falta otro ser humano», hay una idea de incomunicación, la búsqueda del conocimiento aleja al hombre de la intimidad con el otro.

 


En esa celebración, los otros científicos conversan con Hari haciéndole sentir que no es real, que no es más que un devaneo anímico. Sartorius hace una analogía con las emociones desbordadas de los personajes de Dostoievski, el célebre novelista ruso que sería una especie de fantasma en esa biblioteca donde los libros encapsulan la memoria del ser humano, tal como Océano restituye el pasado de Kris en la figura de Hari.

 

«Tú no me amas… Yo no soy Hari... Está muerta, se envenenó… Soy otra», le dice Hari a Kris, ella se enteró del pasado de la verdadera Hari por boca del doctor Sartorius, que le reprocha al protagonista que la “visitante” es una distracción de su deber científico. Kris habría abandonado a Hari antes de su suicidio, no estaba seguro de amarla, pero ahora sí ama a este recuerdo. Prefiere ese sentimiento, engañarse lo más que pueda, en vez de enfrentar la realidad.

 

La nueva Hari también lo ama, sufre por él y entiende que la prolongación de su ¿existencia? le provocará cada vez más daño. Ella les pide a los científicos que desmaterialicen sus neutrinos, mediante rayos X sobre el cerebro de Kris posteriormente enviados al Océano.

 


Snaut le explica, luego de un episodio de fiebre, que Hari ya no existe. «Nuestros antiguos lo entendían bien… no preguntaban ¿Por qué? ni ¿Para qué?, eran como Sísifo moviendo la roca hacia la cima». El esfuerzo en llegar a cada cima ha bastado para llenar el corazón humano (Albert Camus). Al hombre feliz no le interesan las preguntas eternas (lo experimentó Kris), «pensar en ello es lo mismo que conocer el día de tu muerte». El saber busca certezas, la ignorancia «nos hace inmortales».

 

Hari ha elegido desaparecer y no experimentar que Kris deje de amarla. Su pensamiento parecerá egoísta, pero también desea que su amado no sufra. La “visitante” se ha vuelto más humana que los propios seres humanos. Kris querrá que ella vuelva a aparecer, pero deberá abandonar el planeta.

 

Al comienzo y al final de la película, el protagonista visita a su padre, un paraje natural casi igual al de su infancia. Kris se aferra a los recuerdos, esa tierra natal a la que acudió la antigua Hari. Solaris quizás sea un planeta ficticio, la bruma apenas deja ver la casa, la toma se vuelve aérea, en medio del Océano han aparecido muchas islas y en una de ellas se encuentra la casa de su padre. El ser humano no requiere viajar a cuerpos celestes lejanos, le basta con reconocer a sus cercanos y comunicarse con ellos, transmitirles ese afecto profundo que volvió a recordar junto a la materialización de Hari.

 


Como reparará el lector, Solaris es una cinta de ciencia ficción que no busca el descubrimiento de otros mundos, sino una búsqueda de sí mismo por parte del protagonista. El viaje no es hacia el espacio exterior, sino a su psiquis, a los recuerdos que definen a cada ser humano. La analogía con los libros (escena de la biblioteca) escudriña en la memoria, en las imágenes que atesoran nuestros sentimientos, aquel viaje a nuestro alcance que no siempre tenemos el coraje de recorrer. Amar a alguien implica una posibilidad de pérdida, pero ese camino de Sísifo nos aleja momentáneamente del miedo y nos hace plenos. La felicidad del hombre es posible alcanzarla sin conocer la realidad de la Naturaleza, quizás baste ese arranque ciego en conocer al otro, en atreverse al riesgo de perder. El conocimiento busca certezas, en cambio el amor conlleva incertidumbre. Ese miedo a morir nos moviliza mucho más allá que la evidencia científica.

 

Se cumplen 50 años del rodaje de Solaris, cinta presentada en Cannes en 1972, donde obtuvo el gran premio del jurado. Quizás fue la respuesta soviética de Tarkovsky a otra monumental película dirigida en 1968 por Stanley Kubrick: 2001, odisea del espacio. Hay una escena paródica en Solaris, en que el astronauta Berton recuerda haber divisado sobre el Océano a la figura de un niño gigantesco de cuatro metros sobre sus aguas, una clara alusión a la imagen del porte de la pantalla del feto que irrumpe la última escena de la cinta de Kubrick.

 

Más allá de la anécdota, las dos películas revolucionaron la ciencia ficción, la de Kubrick buscando el origen de nuestra civilización, en cambio Solaris se enfocó en las motivaciones del ser humano, en esa fuerza interior que lo hace enfrentar la vida y desafiar a la muerte. 2001, odisea del espacio encontró respuestas en el mundo exterior y Andrei Tarkovsky se internó en la memoria del hombre, en la profundidad de la psique humana.

 

 

Berton cuenta el secreto oculto en Océano a bordo de un automóvil que recorre túneles y pasos sobre nivel de una autopista, donde él es un conductor aislado que arriba a una ciudad llena de edificios, que habitan cientos de miles de otras almas. Es un símil del viaje que emprenderá Kris hacia la estación espacial, donde en medio de la soledad de a bordo intentará volver a conectar con otro ser humano.

 

Los pasillos luminosos e higiénicos de la nave espacial de Kubrick entienden su circularidad en la búsqueda del conocimiento, en cambio Tarkovsky transita pasillos circulares oscuros, sucios y desordenados. Kubrick navega en un espacio infinito sin sonidos y Tarkovsky en la mente sin límites del ser humano, inmersa en ruidos terroríficos, dentro de un espacio tan inexplorado como el espacio exterior.


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