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VOCES EN MI CABEZA, comentario de Juan Mihovilovich

VOCES EN MI CABEZA, novela de Aníbal Ricci

Comentario de Juan Mihovilovich 
 
 
 
VOCES EN MI CABEZA.

Autor: Aníbal Ricci.

Novela.

Vicio Impune Editorial, 185 páginas. 2020

“A futuro descubrirán que –la esquizofrenia- es un genoma que permite acceder a realidades multidimensionales por períodos prolongados de tiempo” (Pág. 32.)

Estamos en presencia de una narración atípica, si cabe el término, una historia compuesta de una multiplicidad de mínimas historias torrenciales que se entrecruzan y regresan desafiando al lector, quien ha de estar muy atento para seguir el hilo conductor de una madeja enrarecida que, sin duda, tiene componentes que estructuran un universo particular y único: el cerebro delirante de un personaje que excede sus propias alucinaciones personales y se entroniza en un espacio multidimensional donde las cosas y los seres se reproducen, sin un orden aparente, y los desesperados razonamientos del protagonista intentan desentrañar esa interioridad alicaída, deshecha, derrotada innumerables veces y que desconcierta su propio camino y sacude desde nuestras vísceras un posible entendimiento.

Daniel es el antihéroe de esta novela que pretende avizorar un destino que exceda las limitaciones humanas. Junto a quien será su contrapartida amorosa, Victoria, se construye un mundo alienado, una fantasmagoría de quienes pululan por sobre una realidad desprovista de sentido. Lo que el autor pretende es hacernos parte de una deducción relativamente racional: la zona casi invisible donde se anidan las neuronas que organizan la inteligencia está premunida, a su vez, de una misteriosa y contradictoria incitación al desvarío.

No se trata de constatar únicamente una voluntad debilitada por el desquiciamiento mental de que hace gala el protagonista.  Es verdad que tal aserto resulta indesmentible.  Pero, además, es el entorno desde donde emana su existencia el que también está disgregado, destruido y acrecentado, primero, por el sufrimiento de una infancia escurridiza que le trae visiones de abusos en un parque, y después, por seres siniestros que ocuparon una parte significativa de la historia política nacional esmerados en destruir los sueños y esperanzas de un par de generaciones, anclados a  la idea de un neoliberalismo desenfrenado que olvidó ex profeso valores tan caros e inmanentes como la solidaridad y la libertad para que el individuo no sea esclavo de sus apetitos más primarios y bestiales.

En esa perspectiva las “voces en la cabeza” de Daniel son una suerte de estilete continuo que hiere la conciencia de una sociedad acomodaticia y enferma.  No es exclusivamente él quien padece de esquizofrenia: es la sociedad, agrietada desde su estructuración poderosa y dominante en un juego de posiciones antojadizas y “pensadas” para que todo funcione de tal modo que lo esencial se mimetice en las ansias del tener y consumir, no sólo bienes materiales tangibles, sino que de paso aniquile cualquier valor trascendente o espiritual, como una extensión mentirosa que obstruye los precarios atisbos de esperanza.

En cuanto Daniel se sumerge en los avatares de la droga y el sexo desenfrenado como una deseable vía de escape se percibe en su derrota anticipada una necesidad de encontrar una eventual salida placentera, así se trate de momentos difusos, efímeros, que sólo auto exige nuevas dosis de adrenalina para postergar el sucumbir en la soledad más terrible.  Los seres denominados “ecos y recipientes” son apenas una ramificación de su agónica estancia en un sitio que lo excluye, entre individuos aberrantes que lo sumergen en un pozo existencial donde da manotazos de ahogado queriendo sobrellevar el peso de una realidad asfixiante.

La propia dolencia, entonces, es más que un mal psiquiátrico: su esquizofrenia se yergue como el escudo protector para no morir anticipadamente; otro contrasentido, ya que su padecimiento le supura las heridas internas y por él vislumbra realidades ocultas que el común de los mortales ignora, que en última instancia le son ajenas o que decididamente no logran imaginar ni tampoco les importa.

La esquizofrenia que obnubila al personaje es luego un resguardo fantasmal que no impide los ataques de un mundo atosigante, de una sociedad depredadora que lo acosa al extremo de perder a menudo la orientación, que lo despoja de horizontes y lo sitúa entre las sombras y repta hacia moteles de segunda donde da rienda suelta a su desazón física y cerebral.

Es cierto que a menudo Daniel sueña o es soñado, que en reiteradas ocasiones acuden a su mente y su corazón circunstanciales instantes de felicidad, y Victoria se yergue como la heroína extraviada.  Es verdad que hay una dependencia ancestral, que sus padres surgen como el lazo distractor insuficiente para sujetarlo a un suelo movedizo.  Y no es menor el antecedente de regular su propio tránsito por un país que desconoce, aferrado a una serie de canciones de un épico grupo musical que pretenden concederle un respiro en el camino, en esos andenes que sugieren una identidad subterránea por donde transcurren realidades multidimensionales y su imagen suele verse diluida en los cristales de trenes sin destino.  Así y todo, su dolor personal es un desgarramiento profundo, visceral, metafísico incluso, que abarca la imposibilidad de ser un individuo consciente de una hipotética salida: la del amor.

Todo este deambular por los recovecos e intersticios de una psicología endeble apuntan a ese valor tan esencial y tan caro en el tiempo y espacio que lo habita.  Sus caídas y ascensos cual mito de Sísifo exceden su drama personal.  Él es apenas el pretexto para quienes olvidan preguntarse de qué modo la existencia se ha tornado insostenible, cómo la sociedad de la que son parte indivisible se ha esmerado en destruirlos física y espiritualmente como ha sido devastado Daniel.

De ahí que el protagonista sea el espejo resquebrajado que refleja los rostros macilentos de cientos de réplicas inconscientes de su propia derrota; que esa suerte de patética autoinmolación grupal excede con creces el martirio del suicido personal.

Si esta excelente novela entrega más de un mensaje revelador está en ese aullido desesperado de quien sufre la contingencia de su autodestrucción y coloca en nuestros ojos una luz roja que nos advierte del peligroso virus de la indolencia colectiva.

Por eso y mucho más resulta un libro necesario y absolutamente vigente.

 

Juan Mihovilovich

(Puerto Cisnes-agosto del 2020)


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