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Paris, Texas


©Aníbal Ricci


Travis me interrumpe mientras pido una cerveza. No se cansa de contar sus aventuras por el desierto. Llegué en bus a la cita, parece peligroso manejar por Plaza Italia. Me revienta el chiste donde se conocieron sus padres. Estoy sentado en un bar, hablando de libros junto a Gonzalo e Igor. A Travis no le gusta leer y sigue las líneas del tren. Antes no hablaba con nadie y ahora me habla todo el tiempo. No es un sujeto sociable, pero sus amigos están siempre atentos a lo que dice. Me da consejos para reconquistar a mi mujer. No sé cómo se ha enterado de Magdalena, quizás sus amigos han estado investigando. Es impertinente de su parte, yo no le ando contando cuentos a la gente que conozco en la calle. Sus amigos ríen, espero no sea de mí. Me explica que se queda mudo cada vez que pasa un tren. No veo ninguno y sus amigos han congelado sus risas. Somos siete en la mesa, pero sólo hay tres schops. Igor está preocupado por unos papeles que le ha dejado su madre antes de morir. Hablamos de los vicios del capitalismo. Igor cree que todavía quedan trescientos años de libre mercado. No le hace ninguna gracia a Travis, nació en Texas. Gonzalo se interesa por editar las historias que Igor ha recopilado por años. Su protagonista es una chica de dieciocho años que viaja a Italia y conoce a un hombre mayor. Nastassja se acaba de sentar junto a nosotros. Es una rubia hermosa. Igor no se da cuenta, aunque perfectamente podría ser la muchacha de sus cuentos. Gonzalo le pide una semana para leerlos. Me encanta el descaro de la chica, seduce a ese hombre rico aprovechándose de sus encantos. El hombre le cocina platos típicos de la zona y le sirve vino en elegantes copas de cristal. Nastassja aprueba los ingredientes de las recetas de Igor. Pido mi tercera cerveza y desaparecen los amigos de Travis. Se huele la tensión entre él y Nastassja: ella no habla y Travis sólo habla conmigo. Despedimos a Gonzalo y nos vamos caminando con Igor. Nastassja se quedó en el restorán y nosotros parecemos los tres chiflados. Hablamos todo el camino, dejando un espacio al medio para Travis. A la gente le parecerá extraño que conversemos desde tan lejos, pero nadie le bloquea el paso a Travis. Nos separamos en el metro Santa Isabel y extraigo dinero del cajero automático. Travis no me respeta y sigue hablando en el carro del metro. Es el lugar perfecto para mirarse las caras sin conversar, pero a Travis eso lo tiene sin cuidado. Me gustaría ganarme la lotería y asentarme en un pueblito italiano. Mi pasaporte español me facilitaría las cosas, pero la realidad es otra, no puedo sacar a Travis de mi cabeza. «No puedes trabajar, no te concentras», me dice este sujeto odioso. «Quiero una Coca-Cola», insiste. Una cuadra más adelante hay un kiosco y bebo ese maldito brebaje. Me despierta un poco, pero Travis sigue observándome con esos ojos. «No confíes en tu familia», la única confiable somos nosotros. Miro atrás y los amigos de Travis siguen nuestros pasos. Estos tipos no paran de reírse. Tomo un taxi y uno se queda abajo. Le pido que nos lleve a la población Santa Julia. Nos bajamos, pero continúo solo a través de la plaza. Angélica está de espaldas y le toco el hombro. Le pido dos bolsas de cinco gramos, me convida un gramo mientras los prepara. Travis y sus amigos saludan desde la esquina. Me la jalo, pero todo sigue igual. Angélica pone las bolsitas en mi mano y yo le paso cuarenta lucas. Tengo que salir rápido, no sobreviviría una redada de carabineros. Rompo un gramo con los dientes. Travis señala a una prostituta. Sigo caminando y luego de cruzar la rotonda de Rodrigo de Araya, mi amigo desaparece. Intento parar un taxi, pero van llenos. Comienzan las otras voces, esas que me hacen caminar y ladear la cabeza. Ya no estoy a salvo. Me siento en una plaza en medio de muchos departamentos. Todos los días despierto con la voz de Travis. Los neurolépticos bajan mis revoluciones, pero sólo la quetiapina lo aleja por completo. Mientras duermo tengo la tranquilidad para hilvanar historias; las películas también me calman. Nastassja quería un hombre normal, que trabajara todo el día. No entendía por qué llegaba tarde y con cara de loco. Ella quería escapar y desaparecer por una carretera. Travis, pensativo, me contaba que la amaba demasiado, que no podía dejarla sola. Pero al final lo dejaron envuelto en llamas, me decía, mientras confidenciaba que su historia de amor había terminado. Él la había elevado a un pedestal y ya no podía ver la realidad. Sus celos asustaban y supongo que Nastassja tuvo que huir. Siento las miradas desde las ventanas. Las paredes de los blocks permean risas y burlas. El banquito está frío y dejo atrás las rejas. Detengo a un taxi que me deja en el Parque Bustamante. Abro otra bolsa y voy aspirando ganas de continuar con vida. Estoy en Salvador con Santa Isabel. Mi esposa me pidió las llaves y me entregó una bolsa con mis últimas ropas. Sigo caminando en busca de unos travestis. El recorrido es complicado. Travis me repite que bebo demasiado, pero la coca lo expulsa de mis pensamientos. Odio los edificios. Por las escaleras se cuelan voces que me impiden dormir. Cuando vendieron el terreno, mis padres se compraron varios departamentos. Nichos de gente oyendo tras las paredes. Un cementerio de muertos vivientes que no tienen vida propia. Yo no puedo trabajar, pero al menos escribo. Cada vez que enciendo el televisor presiento que los demás comentan mi película. Mi madre prefería una casa, pero mi padre no quería perros e hizo sacrificar a Cleopatra. Una inyección letal para evitar sacudir los sillones. Mis padres habían jubilado, pero mi padre no quería problemas. Odia ser el centro de atracción de los vecinos, la verdad no lo entiendo. Mi sobrina gritaba y llamaban a los pacos. Era obvio que sería peor en un departamento. Los vecinos son implacables con sus oídos tras las puertas. Mi padre la amenazó con ponerle una orden de restricción, pero ella se fue a vivir en una pieza. Mis padres sabían que mi salud mental no aguantaba los conserjes ni las voces de los vecinos. Les importaba bien poco sacrificar a otro cachorro. Simplemente me senté en la esquina junto a los travestis y conversé con una de ellas. No tienen familia y sobreviven al repudio social. Me convidó una tapa de pisco y seguí caminando. Mis deseos extraviados me llevaron a un poste y lo abracé con todas mis fuerzas. Di vuelta la polera y oculté el estampado. La función que estaba dando resultaba patética y casi de inmediato me subo a un taxi y regreso al infierno. «Una familia es un lugar donde las mentes entran en contacto… Si las mentes pierden la armonía entre ellas, será como una tormenta que destruye al jardín de flores».  Buda sabe de qué habla, mientras yo me encierro en el quinto piso. La droga me hace sentir placer y más voces que nunca. En unas horas volverá Travis a recordarme que Magdalena me echó de la casa. Maldito Travis. Me siento aislado en este nicho a muchas puertas y ascensores de distancia.

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