©Aníbal Ricci
Mi madre me dejó elegir otras
zapatillas en el último año de enseñanza básica. Las compramos en la misma
tienda Bata de siempre, pero esa vez salí contento del local con unas flamantes
Power en mis pies. Agradecí a Dios que hubiese terminado la dinastía NorthStar.
Mis nuevas zapatillas parecían flotar sobre el pavimento. Lo que no cambió fue
mi salud. Amigdalitis, fiebre de cuarenta y un grados, el cuadro clásico que
diagnosticaba el médico; luego volvía a clases, copiaba cuadernos, rendía
pruebas pendientes y terminada esa rutina caía enfermo y repetía la historia.
Ese año me junté con mi primo
durante las vacaciones y decidimos ir a la playa en bicicleta. Lo planificamos
en dos semanas y partimos a recorrer la ruta 78. El día elegido desperté a las
seis de la mañana, me duché y junto con vestirme, guardé las últimas cosas que
deseaba llevar en la mochila. A las siete salí de mi casa en dirección al barrio
de Estación Central. Empezamos la travesía a las siete y media. Mi primo había
vivido toda su infancia en Cerrillos y conocía bien la manera de ingresar a la
carretera. A las ocho ya rodábamos por la autopista y nuestra próxima parada
sería Melipilla. Era día de semana y no había muchos autos, pero a cada rato
pasaban camiones provocando corrientes de aire que nos succionaban. Pedaleábamos
y cada cierto rato tomábamos agua de nuestras caramayolas. Sin detenernos aprovechábamos
de conversar cuando la vía quedaba despejada. No me acuerdo de qué temas, pero gritábamos
debido al murmullo de los autos. Había algo indescriptible en la ruta. El hecho
de sentirse el ombligo de los valles que recorríamos. No sé cómo explicarlo,
pero una especie de poder nos invadía. Como si toda la energía de los cerros y
los cultivos nos fuera transmitida a dos insignificantes ciclistas. Esa fuerza
nos hacía pedalear sin darnos cuenta de lo que avanzábamos. La bicicleta y el
cuerpo se fundían en un solo ser, atrás quedaba el cansancio. Pensaba en las
veces que recorrí la carretera en el auto de mis padres, aunque jamás había
sentido esa libertad. Cada vuelta doblegaba al tiempo, como si las tres horas
no fueran más que unos minutos.
Melipilla se nos apareció a las once
en punto. En un negocio compramos unas bebidas y aquel líquido fue recibido con
agradecimiento. Devoramos los sándwiches que cada uno traía en su mochila, en
unos pocos minutos, suficientes para percatarse que nuestros traseros necesitaban
descansar al menos media hora de los sillines. Como si todo el agotamiento
hubiera aparecido de repente. A las doce volvimos sobre las bicicletas y nos
topamos con la primera subida. Arribamos a la cima rápidamente, pedaleamos con
fuerza y adquirimos una velocidad considerable en el descenso. El calor del
mediodía disipaba el aire que nos daba en el rostro. Las irregularidades del
camino nos hacían alternar sufrimiento en las subidas con relajo en las
bajadas. Tres agotadoras horas al cabo de las cuales enfrentamos el desvío
hacia el balneario de Cartagena.
Recuerdo que Pablo lanzó un embalaje
temerario. Sorteaba hábilmente los hoyos del pavimento al tiempo que se iba
distanciando. Yo me comía todas las imperfecciones de la ruta. Estuve a punto
de perder el equilibrio por culpa de un bache antes de aminorar la velocidad.
Era raro sentir miedo cuando me había jugado el pellejo tantas veces en el cerro
San Cristóbal. Mi primo conocía bien el camino o simplemente era un mejor ciclista.
Esas vacaciones Pablo me presentó a
sus amistades y descubrí el interior de la disco Gato Negro. Me gustó el
ambiente nocturno, notaba que los rostros eran más desnudos en la oscuridad.
Reflejaban mejor la alegría compartida y la frustración de no ser correspondido
por tu pareja de baile. Las amigas de mi primo a veces bailaban conmigo, aunque
me dejaban solo cuando tocaban algo tropical. Me veían como un pendejo, por lo
que aprovechaba la luz del día para sentirme a mis anchas. Subía a la bicicleta
y recorría el litoral central hasta Algarrobo. Otro día pedaleé rumbo a Santo
Domingo. Con algo de suerte encontraría a los mellizos. Se sorprendieron de que
hubiese llegado en bicicleta. Almorcé con ellos y bajamos a la playa. Aproveché
de descansar y en la tarde regresé a Cartagena.
Hice el recorrido otras tantas veces
y, al cabo de una semana, los mellizos me invitaron a alojar en su casa. Estaba
feliz de alejarme de Cartagena, me estaba aburriendo de ser la mascota del
grupo. Podría haber aprendido a bailar cumbia, pero de alguna manera me sentía
avergonzado. En Santo Domingo, en cambio, nos juntábamos con gente de nuestra
edad. Incluso conocimos a unas chicas con las que salíamos de vez en cuando. Pero
un día ocurrió algo muy desagradable. Una de las ellas dijo que en Cartagena
había puros rotos, sin saber que yo venía justamente de ese lugar. No le
respondí y me tragué el mal rato. Los mellizos tampoco articularon una defensa,
con lo cual mi vergüenza fue completa y el episodio quedó atascado en mi
orgullo.
Luego de las vacaciones empezó la
enseñanza media y obtuve dinero para adquirir mis propias zapatillas. Recorrí
todas las tiendas de Irarrázaval y elegí unas Spoga con tres tiras de velcro en
vez de cordones, pero luego de las primeras clases volví a caer enfermo. Las típicas
amigdalitis, aunque esta vez se prolongaron por tres semanas. Se sucedieron una
tras otra, sin que lograran controlarme la fiebre. Sentía la cabeza caliente
todo el tiempo y me encontraba más débil. Para colmo enfermé de paperas. Lucía
ridículo con la cara gorda y el cuerpo flaco como un palo. No tenía ganas de
estudiar. Me las ingeniaba para ponerme al día con los cuadernos y los días que
asistía a clases rendía tres y hasta cuatro pruebas. No retenía bien las
lecciones y al recaer en cama olvidaba parte de las materias. Todo empeoró el segundo
semestre. Pasé enfermo agosto, septiembre y octubre hasta que mis padres
avisaron que no finalizaría el año. Recién en noviembre se acabó la fiebre y me
levanté veinticinco centímetros más alto.
Lo más
terrible de esos meses fueron las pesadillas. Reviví repetidamente el
desgraciado episodio de mi niñez. Me veía huyendo, con apenas ocho años, por
entre la oscuridad impenetrable de aquel maldito bosque. Volví a experimentar
el temor a ser atrapado. Escuchaba a mis padres decir que las enfermedades eran
de origen psicosomático. Lo repitieron a menudo e imaginé que jamás superaría
mis miedos.
Texto incluido en la novela "El pasado nunca termina de ocurrir".
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